La Voluntad de Poder y Crítica al Conocimiento en Nietzsche: Instintos, Lenguaje y Ciencia

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La Voluntad de Poder y Crítica al Conocimiento en Nietzsche

La voluntad de poder no se refiere a la facultad psicológica de un alma -de hecho, no existe tal cosa como el alma- sino que se refiere a un compendio de todas las fuerzas, impulsos, emociones, pasiones y, sobre todo, instintos.

Esa cosa que es el mundo, esa voluntad de poder, es lo que en la consciencia del hombre se manifiesta bajo la forma de “querer”, de la voluntad propia.

Pero no debe entenderse ese querer como la expresión de una voluntad libre. Ni siquiera existe un “yo” que pueda, o no, ser libre; éste no es más que una ilusión. La sensación de libertad no es más que la sensación que obtiene la fuerza de voluntad que logra imponerse, que logra ser lo que ella es frente a la resistencia de las demás.

La voluntad de poder no tiende principalmente a la autoconservación, sino a expandirse, a ser ella, a predominar, a luchar contra lo que se le opone, a resistir y a oponerse al resto. Por eso la felicidad no está en la paz -esa es la felicidad del débil, del que no tiene voluntad de luchar- sino en el triunfo, en superar las resistencias que se nos oponen, en crear, en ser mejores.

2.3. Al conocimiento: lenguaje, ciencia y verdad

Sobre la Epistemología, Nietzsche afirma que toda la fe que Occidente muestra en la razón responde a la fe que se tiene en que los conceptos realmente alcancen el mundo; pero el concepto es, de hecho, un error.

El mundo real no es inteligible desde la racionalidad. Los conceptos en los que nos basamos, para expresar en proposiciones cómo es el mundo, no consiguen su propósito porque los conceptos están pensados para estabilizar, para establecer la ilusión de que existe la identidad, en uno mismo y en las cosas, y así, por su uso, hablamos de seres estables y permanentes que existen idénticos a sí mismos a través del devenir, y de conceptos universales que conforman una realidad común tras los seres particulares que vemos; pero no hay tal.

Al usar el lenguaje caemos en una ilusión lógica. Para conseguir referirse a los seres del mundo, los conceptos liman las diferencias entre las cosas a las que se refieren, olvidan lo peculiar, lo que singulariza una cosa respecto a otra, lo que la hace distinta a sí misma a lo largo del tiempo.

Pero, sin embargo, los conceptos son necesarios para la comunicación, que no existiría sin ellos. Esto hace que no podamos prescindir de su uso, pero ese mismo uso nos lleva a hipostasiar, a través del lenguaje, entidades que no existen, como la de los universales, y aquellas más metafísicas como sustancia, yo, o Dios mismo. Al producir eso termina pasando que en vez de ser el lenguaje el que dependa de cómo es la realidad, es la realidad la que depende de las categorías del lenguaje.

De nuevo mantiene Nietzsche que este proceso, mediante el cual se mata la realidad y se la sustituye por los conceptos, se realiza desde un instinto de miedo a la realidad.

Algunas personas sienten vértigo ante el devenir, sienten vértigo ante la vida, intentan pararla, hacer que sea ese mundo irreal de la razón quien se convierta en el mundo real, y hacer del mundo real del devenir una apariencia del real, y así en su huida y miedo de lo real, hacen que aquel concepto más evanescente, el más irreal, Dios, sea el que fundamente toda esa otra realidad que sale de la razón.

Como consecuencia de lo anterior, Nietzsche criticará la ciencia. El motivo para crearla fue también el miedo al caos y al devenir. Afirmar que las cosas se comportan según leyes o con necesidad implicaría que hubiese algo, o alguien -Dios- que las obligara a dicha regularidad, pero esto es falso. Las leyes son inventos de los científicos. Otro tanto respecto a dar mayor importancia a lo cuantitativo que a lo cualitativo, a la matematización de lo real. La ciencia es un progreso sobre las explicaciones metafísicas y religiosas. De hecho, ella ha sido el instrumento fundamental con el que los ilustrados se opusieron a la religión; pero sin embargo, responde al mismo miedo a la realidad y a la vida que tienen teólogos y metafísicos.

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