El Terror en la Revolución Francesa

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CONVENCIÓN Y EL TERROR

La sobrerrevolución o segunda revolución vino a cambiar las cosas si cabe más que la primera. Hasta entonces, la vida se había desenvuelto en un clima de relativa normalidad, los horarios o las vestimentas eran los de costumbre, y las victorias militares eran celebradas con un Te Deum. Los cafés estaban llenos y vistosos carruajes llevaban a gentes distinguidas al teatro, a las tertulias literarias, a la ópera. Desde el otoño de 1792, todo cambió. Al anochecer, según una carta del abogado Kervesau, París «parecía un desierto»; las gentes se refugiaban en sus casas, presa del temor, y cualquier arbitrariedad por obra de los exaltados resultaba ya posible. Se impuso, por obligación o por miedo, el uso del pantalón largo (el «culotte» o calzones era un símbolo de distinción aristocrática), se ordenó el empleo general del tuteo y el tratamiento de «ciudadano».

Las iglesias fueron clausuradas o destruidas. Para acabar con los contrarrevolucionarios, o siquiera contrarios a las ideas revolucionarias, comenzó a funcionar el invento del Dr. Joseph Guillotin, una máquina para matar de manera «higiénica», como entonces se decía con cierto orgullo. Por la guillotina pasaron Luis XVI, su esposa María Antonieta, muchos de los nobles que no habían conseguido huir, personas de temple conservador, y gran cantidad de clérigos (massacres de septiembre). Luego, pasado el tiempo, visitaron la guillotina tantos revolucionarios como antirrevolucionarios, pues nadie había aprendido aún que la libertad conduce al pluralismo, y por entonces toda disidencia era considerada como un peligro mortal para la Revolución.

Se reunió la asamblea republicana, la Convención, compuesta por 750 miembros, elegidos democráticamente, aunque, por razones sociológicas o psicológicas hasta ahora nunca estudiadas, solo participó en los comicios el 15 por 100 del censo. «Una minoría comprometida políticamente votó a la asamblea más audaz de la historia de Francia» (F. Furet). En ella, los girondinos, partidarios de la libertad económica, se opusieron por un tiempo a los jacobinos, que preferían un estricto control estatal.

Fue una época de signos: el Árbol de la Libertad, el Altar de la Patria, la Fuente de la Regeneración, el Nivel de la Igualdad, las alfombras de flores y la suelta de pájaros: aunque aquel clima idílico se veía cada vez más perturbado por las numerosas y muchas veces sumarias ejecuciones, que trataban de presentarse también como una fiesta. Hasta se inventó un nuevo calendario, ideado por Fabre D’Eglantine: el año fue dividido en doce meses de treinta días cada uno, que llevaban los nombres de las manifestaciones de la naturaleza (Germinal, Floreal, Pradial, etc.). El mes se dividía en décadas, cuyo último día era de descanso. También eran de fiesta los- cinco últimos días del año, que no pertenecían a ningún mes, y completaban el total de 365.

Pero la Revolución era un hecho demasiado importante como para limitarse a la vida interna de Francia. Pronto se volvió a la guerra. Esta vez fueron las potencias europeas, alarmadas por la ejecución de Luis XVI y la propaganda internacionalista de los girondinos, quienes la declararon. En febrero de 1793, Gran Bretaña, Holanda, Prusia, Austria, España, entraron en territorio francés. Se repetía la alternativa de dos años antes: o la invasión, o un poder omnímodo para salvar la Revolución. Se declaró la lévée en masse, que llegó a movilizar un millón de hombres, el terror llegó a sus últimos extremos, e hizo víctimas suyas tanto a antirrevolucionarios como revolucionarios, los jacobinos liquidaron a los girondinos, y la represión del levantamiento campesino de carácter tradicional en La Vendée dio lugar a actos de verdadero genocidio. Sin embargo, la mayor parte de los franceses, o por lo menos los más decididos, respondieron a la crisis y lograron el mantenimiento del régimen revolucionario. Himnos patrióticos trataron de enardecer a los soldados, mientras mujeres, ancianos y niños trabajaban en la retaguardia por la victoria total. Esta vez la movilización resultó: el pueblo, por obra de la peur —una mezcla de terror y de entusiasmo, también muy difícil de describir—, se puso en pie de guerra, y después de iniciales derrotas, aquella masa de un millón de hombres, increíblemente bien organizados por Carnot, consiguió rechazar la invasión. Y ésta justificaba toda clase de durezas y de represalias en la retaguardia.

Los jacobinos se apoyaron inicialmente en el pueblo, inspirando a las secciones y a los sansculottes que dominaban la calle; una vez que tuvieron el control del poder, abandonaron esta política y se erigieron en únicos dominadores. Se promulgó la Ley de Sospechosos, que permitía juzgar y condenar a muerte por razón de simple sospecha, y el Comité de Salud Pública, en aras de la necesidad de salvar la Revolución, llevaba a la guillotina tanto a los tibios como a los desviacionistas, como Danton. Se llegó así a una verdadera dictadura de Robespierre, secundado por radicales como Saint–Just y Hébert, todos partidarios de un «terror virtuoso», que en aras de un purismo revolucionario total, trató de modificar la vestimenta, los usos y costumbres, los nombres, y hasta el uso del matrimonio. Es difícil explicarse cómo en nombre de una revolución destinada a alcanzar la libertad, la igualdad y la fraternidad (y parece probable que la mayoría de sus protagonistas creyeran sinceramente en ellas) se cometieran tan crueles abusos y arbitrariedades. Es uno de los mil inexplicados (quizá por mitificados en exceso) misterios de la revolución francesa.

Por agosto (Termidor) de 1794, el Terror alcanzó su máximo. De acuerdo con cifras oficiales, en ese mes y en París fueron condenadas a muerte y ejecutadas 1.200 personas. En Lyon y en Nantes hubo famosas matanzas, y en Nevers, Fouché sustituyó los fusilamientos por ejecuciones a cañonazos. El número total de víctimas es muy difícil de calcular, porque no existen datos sobre todas las ejecuciones, y las cifras han solido ser tergiversadas, tanto por los partidarios como por los enemigos de la Revolución. Contando las represiones en masa a la población civil no combatiente de La Vendée, es indudable que los muertos por razón de sus opiniones pueden ser algunos cientos de miles.


Pero en aquel mes de Termidor un grupo de revolucionarios, que comenzaron a sentir lo que se llamó nausée de l’échafaud (asco del patíbulo), organizó un golpe de estado. Los dirigieron Carnot, Barras, Fréron, Tallien, Fouché, hombres que no podían considerarse menos exaltados que Robespierre o St. Just, pero que ya no soportaban su política. La Convención fue sustituida por un Directorio, y Robespierre, St. Just y noventa más fueron a su vez enviados a la guillotina. Aparentemente, el Terror había cambiado de dueño. En realidad, una nueva mentalidad se estaba apoderando de los ánimos, y el proceso revolucionario, que había llegado a extremos imprevistos, ya no haría más que retroceder, o regresar parcialmente a lo de antes.

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