Cuando termina la modernidad

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Tema 2:

MODERNIDAD LÍQUIDA. (Zygmunt Bauman)

Prólogo. Acerca de lo leve y lo líquido

Los fluidos a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su forma Los fluidos no se fijan al espacio ni se atan al tiempo. En cierto sentido, los sólidos cancelan el tiempo; para los líquidos, por el contrario, lo que importa es el tiempo.

Los fluidos se desplazan con facilidad. “Fluyen”, “se derraman”, “se desbordan”, “salpican”, “se vierten”, “se filtran”, “gotean”, a diferencia de los sólidos, no es posible detenerlos fácilmente.

Estas razones justifican que consideremos que la “fluidez” o la “liquidez” son metáforas adecuadas para aprehender la naturaleza de la fase actual de la historia de la Modernidad.

La famosa expresión “derretir los sólidos”, acuñada hace un siglo y medio por los autores del Manifiesto comunista, se refería al tratamiento con que el confiado y exuberante espíritu moderno aludía a una sociedad que encontraba demasiado estancada para su gusto y demasiado resistente a los cambios ambicionados, ya que todas sus pautas estaban congeladas. Si el “espíritu” era “moderno”, lo era en tanto estaba decidido a que la realidad se emancipara de la “mano muerta” de su propia historia… y eso sólo podía lograrse derritiendolos sólidos (es decir, según la definición, disolviendo todo aquello que persiste en el tiempo y que es indiferente a su paso e inmune a su fluir). Esa intención requería, a su vez, la “profanación de lo sagrado”: la desautorización y la negación del pasado, y primordialmente de la “tradición”. Todo esto no debía llevarse a cabo para acabar con los sólidos definitivamente, sino para hacer espacio a nuevos y mejores sólidos; para reemplazar el conjunto heredado de sólidos defectuosos y deficientes por otro, mejor o incluso perfecto, y por eso mismo inalterable.

Los primeros sólidos que debían disolverse y las primeras pautas sagradas que debían profanarse eran las lealtades tradicionales, los derechos y obligaciones acostumbrados que ataban de pies y manos, obstaculizaban los movimientos y constreñían la iniciativa.

Esa etapa de la carrera de la modernidad ha sido bien descripta por Claus Offe (en “The utopia of the zero option”, publicado por primera vez en 1987 en Praxis International): las sociedades complejas “se han vuelto tan rígidas que el mero intento de renovar o pensar normativamente su ‘orden’ –es decir, la naturaleza de la coordinación de los procesos que se producen en ellas– está virtualmente obturado en función de su utilidad práctica y, por lo tanto, de su inutilidad esencial”. Los “subsistemas” de ese orden se encuentran interrelacionados de manera “rígida, fatal y sin ninguna posibilidad de libre elección”. El orden general de las cosas no admite opciones; ni siquiera está claro cuáles podrían ser esas opciones, y aun menos claro cómo podría hacerse real alguna opción viable, en el improbable caso de que la vida social fuera capaz de concebirla y gestarla.

A diferencia de la mayoría de los casos distópicos, este efecto no ha sido consecuencia de un gobierno dictatorial, Más bien todo lo contrario: la situación actual emergíó de la disolución radical de aquellas amarras acusadas de limitar la libertad individual de elegir y de actuar.

 La rigidez del orden es el artefacto yel sedimento de la libertad de los agentes humanos. Esa rigidez es el producto general de “perder los frenos”:

La tarea de construir un nuevo orden mejor para reemplazar al viejo y defectuoso no forma parte de ninguna agenda actual .

La “disolución de los sólidos”, el rasgo permanente de la modernidad, ha adquirido por lo tanto un nuevo significado, y sobre todo ha sido redirigida hacia un nuevo blanco: uno de los efectos más importantes de ese cambio de dirección ha sido la disolución de las fuerzas que podrían mantener el tema del orden y del sistema dentro de la agenda política. Los sólidos que han sido sometidos a la disolución, y que se están derritiendo en este momento, el momento de la modernidad fluida, son los vínculos entre las elecciones individuales y los proyectos y las acciones colectivos

En una entrevista concedida a Jonathan Rutherford, habla de “categorías zombis” y de “instituciones zombis”, que están “muertas y todavía vivas”. Nombra la familia, la clase y el vecindario como ejemplos ilustrativos de este nuevo fenómeno.

Lo que se está produciendo hoy es, por así decirlo, una redistribución y una reasignación de los “poderes de disolución” de la modernidad.

Las estructuras de dependencia e interacción fueron arrojadas en el interior del crisol, para ser fundidas y después remodeladas, los  individuos podían ser excusados por no haberlo advertido. Implica que, en este momento, salimos de la época de los “grupos de referencia” pre asignados para desplazarnos hacia una era de “comparación  universal” en la que el destino de la labor de construcción individual está endémica e irremediablemente indefinido, no dado de antemano, y tiende a pasar por numerosos y profundos cambios antes de alcanzar su único final verdadero: el final de la vida del individuo.

En la actualidad, las pautas y configuraciones ya no están  “determinadas”, y no resultan “autoevidentes” de ningún modo. En vez de preceder a la política de vida y de encuadrar su curso futuro, deben seguirla (derivar de ella), y reformarse y remoldearse según los cambios y giros que esa política de vida experimente.

Como resultado, la nuestra es una versión privatizada de la modernidad, en la que el peso de la construcción de pautas y la responsabilidad del fracaso caen sobre los hombros del individuo.

Sería imprudente negar o menospreciar el profundo cambio que el advenimiento de la “modernidad fluida” ha impuesto a la condición humana. El hecho de que la estructura sistémica se haya vuelto remota e inalcanzable, combinado con el estado fluido y desestructurado del encuadre de la política de vida, ha cambiado la condición humana de modo radical y exige repensar los viejos conceptos que solían enmarcar su discurso narrativo.

Como zombis, esos conceptos están hoy vivos y muertos al mismo tiempo. La pregunta es si su resurrección –aun en una nueva forma o encarnación– es factible; o, si no lo es, cómo disponer para ellos un funeral y una sepultura decentes.

Hay cinco conceptos básicos en torno de los cuales ha girado la narrativa ortodoxa de la condición humana: emancipación, individualidad, tiempo/espacio, trabajo y comunidad.

La modernidad significa muchas cosas, y su advenimiento y su avance pueden  evaluarse empleando diferentes parámetros. Sin embargo, un rasgo de la vida moderna y de sus puestas en escena sobresale particularmente, como “diferencia que hace toda la diferencia”, como atributo crucial del que derivan todas las demás carácterísticas.

Ese atributo es el cambio en la relación entre espacio y tiempo. La modernidad empieza cuando el espacio y el tiempo se separan de la práctica vital y entre sí, y pueden ser teorizados como categorías de estrategia y acción mutuamente independientes, cuando dejan de ser aspectos entrelazados y apenas discernibles de la experiencia viva, unidos por una relación de correspondencia estable y aparentemente invulnerable. En la modernidad, el tiempo tiene historia.

Gracias a sus recientemente adquiridas flexibilidad y capacidad de expansión, el tiempo moderno se ha convertido, primordialmente,en el arma para la conquista del espacio.

Michel Foucault usó el diseño del panóptico de Jeremy Bentham como archimetáfora del poder moderno. En el panóptico, los internos estaban inmovilizados e impedidos de cualquier movimiento, confinados dentro de gruesos muros y murallas custodiados, y atados a sus camas, celdas o bancos de trabajo. No podían moverse porque estaban vigilados; debían permanecer en todo momento en sus sitios asignados porque no sabían, ni tenían manera de saber, dónde se encontraban sus vigilantes, que tenían libertad de

movimiento.

El dominio del tiempo era el secreto del poder de los jefes y tanto la inmovilización de sus subordinados en el espacio mediante la negación del derecho a moverse como la rutinización del ritmo temporal impuesto eran las principales estrategias del ejercicio del poder. La pirámide de poder estaba construida sobre la base de la velocidad, el acceso a los medios de transporte y la subsiguiente libertad de movimientos.

El panóptico era un modelo de confrontación entre los dos lados de la relación de poder. Es una estrategia costosa: conquistar el espacio y dominarlo, así como mantener a los residentes en el lugar vigilado, implica una gran variedad de tareas administrativas engorrosas y caras.

Lo que induce a tantos teóricos a hablar del “fin de la historia”, de posmodernidad, de “segunda modernidad” y “sobremodernidad”, o articular la intuición de un cambio radical en la cohabitación humana y en las condiciones sociales que restringen actualmente a las políticas de vida, es el hecho de que el largo esfuerzo por acelerar la velocidad del movimiento ha llegado ya a su “límite natural”.

En la práctica, el poder se ha vuelto verdaderamente extraterritorial, y ya no está atado, ni siquiera detenido, por la resistencia del espacio. Este hecho confiere a los poseedores de poder una oportunidad sin precedentes: la de prescindir de los aspectos más irritantes de la técnica panóptica del poder. La etapa actual de la historia de la modernidad es, sobre todo, pospanóptica
.

En el panóptico lo que importaba era que supuestamente las personas a cargo estaban siempre “allí”, cerca, en la torre de control. En las relaciones de poder pospanópticas, lo que importa es que la gente que maneja el poder del que depende el destino de los socios menos volátiles de la relación puede ponerse en cualquier momento fuera de alcance y volverse absolutamente inaccesible.

El fin del panóptico augura el fin de la era del compromiso mutuo.

Recientemente, Jim MacLaughlin ha recordadoque el advenimiento de la era moderna significó, entre otras cosas, el ataque consistente y sistemático de los “establecidos”, convertidos al modo de vida sedentario, contra los pueblos y los estilos de vida nómadas, completamente adversos a las preocupaciones territoriales y fronterizas del emergente Estado moderno.

La elite global contemporánea sigue el esquema de los antiguos“amos ausentes”. Puede gobernar sin cargarse con las tareas administrativas, gerenciales o bélicas y, por añadidura, también puede evitar la misión de “esclarecer”, “reformar las costumbres”, “levantar la moral”, “civilizar” y cualquier cruzada cultural.

El compromiso activo con la vida de las poblaciones subordinadas ha dejado de ser necesario (por el contrario, se lo evita por ser costoso sin razón alguna y poco efectivo), y por lo tanto lo “grande” no sólo ha dejado de ser “mejor”, sino que ha perdido cualquier sentido racional.

La desintegración de la trama social y el desmoronamiento de las agencias de acción colectiva suelen señalarse con gran ansiedad y justificarse como “efecto colateral” anticipado de la nueva levedad y fluidez de un poder cada vez más móvil, escurridizo, cambiante, evasivo y fugitivo. Pero la desintegración social es tanto una afección como un resultado de la nueva técnica del poder, que emplea como principales instrumentos el descompromiso y el arte de la huida. Para que el poder fluya, el mundo debe estar libre de trabas, barreras, fronteras fortificadas y controles.

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