Resumen de la niña de sus ojos

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Viajar por el sudeste asiático está siendo una experiencia distinta a todo lo que he vivido hasta ahora. Había estado en zonas pobres de México o Sudáfrica, pero nunca había sentido la pobreza tan cerca como la estoy sintiendo aquí.

En Anokor Wat, Cambodia, una niña que debería estar en la escuela caminó a mi lado durante 15 minutos intentando venderme un pack de 10 postales. Iba pasándolas una a una delante de mi mientras contaba en inglés: “one, two, three, four…” Cuando acababa, me miraba con sus ojos grandes y decía: “one dollar, please”. Yo no quería postales, pero ella insistía: “one, two, three, four…” Así durante 15 minutos, y todo para intentar ganar UN DÓLAR. Un mísero dólar. 0,76 euros.

En Luang Prabang, Laos, fui a una calle con varios puestos que ofrecían buffet libre por 10.000 kips, algo menos de 1 euro al cambio. Todos los platos que tenían eran vegetarianos –nadie puede permitirse vender carne a ese precio–, pero aun así era un chollo. Cuando pasé por allí, me impactó el empeño que ponían los dueños de los puestos en que me sentase en el suyo: se levantaban, me intentaban poner el plato en la mano… Realmente necesitaban ese euro, era importante para ellos. De hecho, posiblemente lo necesitaban para poder comer ese día.

Y en medio de tanta pobreza, sonrisas. Sonrisas por todas partes. Sonrisas en la cara de los tres niños que montan a la vez en una bici después de todo el día vendiendo souvenirs a los turistas; sonrisas en la cara de la mujer que baña a su hijo con un cazo de agua al lado de la carretera; sonrisas en la cara del pescador que sabe que se pasará toda la vida viviendo en un lago.

La gente aquí es pobre. MUY POBRE. No tienen iPhones, ni portátiles, ni televisiones, ni muebles de Ikea, y aun así se los ve felices. Por eso, cuando camino por las calles del mercado y les veo, siempre sonrientes y amables, no puedo evitar preguntarme: ¿qué nos ha pasado?, ¿en qué momento se torcieron las cosas?

Nos subimos a un avión y nos quejamos de que la comida sabe a plástico. Es decir, estamos en una máquina capaz de volar -sí, sí, VOLAR como un pájaro- a cientos de kilómetros por hora, además tenemos la fortuna de poder comer algo caliente a 4.500 metros del suelo y ¿nos enfadamos porque la comida no es perfecta? ¡No me hagas reír!

O se nos gasta la batería del iPhone a media tarde y eso nos pone de mal humor durante el resto del día porque no podemos escuchar música en el autobús de camino a casa. ¡Qué tragedia!

Y qué me dices de estar deprimido.
Vete al mercado de Cambodia y explícale a la señora que trabaja 15 horas al día y se baña en el río porque no tiene agua corriente en su casa que estás deprimido. “Señora, estoy deprimido. No sé qué me pasa, pero estoy triste y no me apetece hacer nada.” Dudo que te entienda. De hecho, dudo mucho que en su lenguaje exista la palabra depresión. Estar deprimido es un lujo que muchas personas no pueden permitirse porque están demasiado ocupadas intentando COMER todos los días.

Por eso, la próxima vez que te enfades por alguna “tragedia” o que estés triste, respira hondo e intenta ver las cosas en perspectiva. Si estás sano, comes tres veces al día y tienes un sitio caliente donde dormir, eres un privilegiado. Todo lo demás es secundario. Antes de abrir la boca para quejarte de lo terrible que es tu vida, piensa en la gente de Laos o de Cambodia o de Tailandia. Si ellos son capaces de ser felices sin nada, ¿cómo no vas a serlo tú que lo tienes TODO?

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