El Reinado de Alfonso XII y la Regencia de María Cristina: Transformaciones en la España del Siglo XIX
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El Reinado de Alfonso XII (1875-1885)
El problema más urgente era conseguir la pacificación, poniendo fin a las dos guerras que desangraban el país desde 1868: la carlista y la de Cuba. En las zonas donde tenían mayor fuerza los carlistas –País Vasco, Navarra y Cataluña– se emprendió una dura ofensiva que, en la primavera de 1876, concluiría con la toma de Estella y la entrada de Alfonso XII en Pamplona. No hubo ningún tipo de pacto y se anularon los fueros vascos. Cerca de 20,000 combatientes se exiliaron a Francia. Los carlistas, aunque dejaron de tener presencia como fuerza armada, se mantuvieron activos como movimiento político en la oposición.
Al liberarse las tropas, el ejército se pudo ocupar de la guerra de Cuba. El general Martínez Campos, que llegaría a la isla en 1876 con importantes refuerzos, fue el encargado de resolver el conflicto. Dos años después, utilizando la fuerza y la negociación, firmaba en febrero de 1878 la paz de Zanjón, que prometía reformas administrativas a cambio de que la isla se mantuviera como provincia española. La pacificación se robusteció con la ley promulgada en 1880 que abolía la esclavitud. Algunos insurrectos no aceptaron este final y continuaron la llamada guerra chiquita; otros, como José Martí, se exiliaron a Estados Unidos, donde eran alentados a la insurrección por los norteamericanos.
Apaciguados tanto carlistas como cubanos, Alfonso XII adquirió una gran popularidad. Puso en marcha el régimen constitucional, aunque se dictaron una serie de leyes que restringieron las libertades políticas. Así, la ley electoral de 1878 limitaba el número de ciudadanos con derecho a voto; la ley de imprenta colocaba los delitos de prensa –críticas a la corona, la iglesia o el ejército– bajo un tribunal especial y la ley de reunión (1880) impedía las actividades de las organizaciones obreras de carácter internacionalista. Por otra parte, hay que destacar la aprobación de las leyes de enjuiciamiento civil (1881) y criminal (1882) o el código de comercio (1885).
La Regencia de María Cristina (1885-1902)
Durante el invierno de 1885, una epidemia de cólera asoló la península. En los barrios marginales, carentes de alcantarillado e insalubres, la muerte segó numerosas vidas. También acabó con la del propio rey Alfonso XII, contagiado tras visitar un hospital. Su fallecimiento produjo una profunda conmoción. La corona quedaba en manos de su esposa, María Cristina de Habsburgo, retraída y poco popular, que tan solo llevaba seis años en España y estaba embarazada de su tercer hijo.
Las Cortes encomendaron a María Cristina –que pronto se reveló como una efectiva gobernadora– la regencia hasta la mayoría de edad de Alfonso XIII en 1902. Fue en estos momentos cuando el turno pacífico de partidos resultó eficaz políticamente. El acuerdo de rotación sellado con el pacto del Pardo, que ya funcionaba desde 1881, permitió superar un periodo clave en la historia de España y garantizar la estabilidad política durante un cuarto de siglo.
Fueron los liberales, encabezados por Sagasta, quienes asumieron el poder tras la muerte de Alfonso XII. Durante sus cuatro años de mandato, iniciaron profundas reformas legislativas de corte liberal al instituir el sufragio universal masculino y aprobar la libertad de expresión y el derecho de asociación. En 1890 se cedió el turno a los conservadores, que solo gobernaron por dos años, tras los cuales regresaron de nuevo los liberales, quienes tuvieron que hacer frente a una nueva insurrección cubana y a graves problemas en Marruecos. Tras el asesinato de Cánovas del Castillo en 1897, retomaron el poder en el momento trágico del desastre colonial y cuando el movimiento obrero emergía con mayor fuerza, bien en su vertiente más extrema, el anarquismo terrorista, o de corte más moderado como el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en 1879, constituyendo la Unión General de Trabajadores (UGT) en el sindicato vinculado con el PSOE en 1888. El catolicismo social, que contaba con el apoyo de la patronal, intentó frenar el acercamiento de la clase obrera a las tesis anarquistas o socialistas. A todo ello hay que añadir la aparición de estatus regionalistas teñidos de federalismo.
La Sociedad de la Restauración
La estructura económica y social de la España de finales del XIX se ajustaba bastante al patrón de la Europa occidental meridional, aunque con sus peculiaridades. El crecimiento de la renta por habitante era similar al de Italia, algo inferior al de Francia y Alemania, el doble que el de Portugal y la mitad que el de Gran Bretaña o Estados Unidos. Los cambios más significativos que se iniciaron en estos momentos están relacionados con un crecimiento industrial lento pero constante, con el arranque de la demografía moderna –el descenso de la natalidad y de la mortalidad– y un aumento de la alfabetización que rondará el 44% a finales de siglo, gracias a duplicarse el número de escuelas. El incremento de tierras puestas en explotación evitó la crisis de subsistencia, hizo descender las importaciones, aumentar las exportaciones y equilibrar la balanza de pagos.
La construcción de 5,500 km de vía férrea entre 1857 y 1874 y la mejora de las carreteras propiciaron la integración progresiva de las zonas rurales en el ámbito nacional. También facilitaron la emigración interna, de tal modo que aumentó en casi un 5% la población en núcleos de más de 10,000 habitantes y alrededor de un 4% el número de los trabajadores que pasaron de la agricultura a los servicios y la industria.
Las regiones periféricas van a multiplicar su población a costa del centro. La siderurgia, las construcciones navales y la banca asentadas en el País Vasco, la industria textil catalana y la extractiva en Asturias crearán un espectro social más dinámico compuesto por una burguesía y un proletariado motores de las transformaciones económicas y sociales del país, aunque no llegarán a tener la suficiente fuerza como para provocar un cambio radical en la nación. En el resto del territorio predominaba una economía agraria, basada en la vid, el cereal y el olivo, controlada por un pequeño pero fuerte grupo de poder: la oligarquía.
La Guerra de Cuba y la Crisis de 1898
Tras la paz de Zanjón, los movimientos independentistas cubanos reclamaron una mayor autonomía en la gestión de la isla. Estados Unidos, en plena campaña electoral de 1898, con un claro afán imperialista, exigía nuevos mercados exteriores en el reparto internacional. Ese año rechazaba el tratado aduanero por el que compraba cerca del 97% de la producción azucarera cubana. El precio del azúcar cayó hasta abandonarse las cosechas. El clima resultaba idóneo para que, desde su exilio en Estados Unidos, José Martí ordenase al Partido Revolucionario Cubano que “al grito de Baire” iniciara el levantamiento. Era el 29 de enero de 1895.
La llegada al gobierno de Sagasta, en 1897, provocó también un cambio en la actitud hacia la guerra. Se otorgó a la isla una autonomía que los dirigentes revolucionarios ignoraron por completo. Por su parte, Estados Unidos decidió intervenir y, con el pretexto de proteger a sus súbditos, envió el acorazado Maine a La Habana, que explotó misteriosamente. Acusados los españoles del atentado, el gobierno estadounidense rompió relaciones diplomáticas con España. El 20 de abril de 1898, los Estados Unidos declaraban oficialmente la que habría de llamarse guerra hispano-norteamericana. Al mismo tiempo se sublevaron las Filipinas, dirigidas por José Rizal y apoyadas también por los norteamericanos. En el mes de julio se rendía el ejército español y el 10 de diciembre se firmaba el Tratado de París que establecía unas condiciones vergonzosas pero indiscutibles para España; Estados Unidos tomaba posesión de las Antillas, Filipinas y la isla de Guam.
Aunque no pudieran atisbarlo los contemporáneos, el fuerte incremento de la producción estimulado por la segunda revolución industrial, unido al agotamiento de los mercados internos, obligó a las economías emergentes a buscar nuevos mercados, lo que generó un cambio en la geopolítica mundial. Por eso, la pérdida española de sus colonias no es un proceso único. Basta con citar el reparto de las colonias portuguesas entre Francia y Gran Bretaña poco antes del 98; el desastre de Italia en Abisinia; el de Francia en Egipto –que también conmovió a aquella metrópoli– o el de Rusia con la guerra de Crimea. El choque entre imperialismos viejos y declinantes y nuevos y emergentes estará muy presente en el escenario internacional de 1898.
El Regeneracionismo
Muy pocos previeron que la derrota tuviera efectos tan profundos en la moral popular española, en la de las clases medias o en la de la alta burguesía. La población, enardecida previamente por una marea patriotera, quedó postrada en un clima de pesimismo y catastrofismo.
Pero también el desastre del 98 actuó como un revulsivo sobre la conciencia nacional que la sacó del ensimismamiento, lanzándola hacia Europa y a conquistar nuevos mercados en América Latina. Rápidamente aparecerá otro sentimiento distinto, el de renovación y reforma, que recibió el nombre de regeneracionismo. En Joaquín Costa tuvo a su principal promotor e ideólogo, quien pretendía acabar con el hambre y la ignorancia de los españoles. Describió con los términos “oligarquía y caciquismo” el estado político de España y, además, propuso para solucionarlo un “cirujano de hierro”, es decir, una especie de gobernante temporal, destinado a salvar a España de sus males. Este movimiento, muy crítico con el régimen, rechazaba la “España oficial” a la que culpaba de todos los males por causa del sistema “viciado” del turno de partidos desvirtuado por las prácticas caciquiles.
A la crítica se unieron planes económicos y legislativos para paliar la inflación provocada por el coste elevado de la guerra. Se establecieron programas de estabilización durante la década siguiente, basados en la depreciación de la moneda, el incremento de la deuda pública y la creación de nuevos impuestos, todo ello compatible con el mantenimiento de una balanza comercial favorable. La pérdida de las colonias provocaría un giro proteccionista en la política económica y, aunque se sufría una grave crisis al desaparecer el mercado exterior cautivo de las colonias, la repatriación de capitales compensó el desajuste al establecerse una potente banca. Los presupuestos equilibrados, y aun con superávit, de la década que siguió al desastre destruyeron a la vieja oligarquía terrateniente que no supo renovarse. En realidad, el pesimismo político del 98 iba por un lado y el optimismo económico, por otro.