El régimen político en España desde Alfonso XII hasta la Constitución de 1876

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El 1 de diciembre de 1874, Alfonso XII, hijo de Isabel II, declara en el Manifiesto de Sandhurst su disposición de reinar para los españoles desde su exilio en Gran Bretaña. Ese mismo año, el general Martínez Campos dirigirá también el pronunciamiento de Sagunto que pondrá fin a la I República Española.

El nuevo régimen político sería diseñado por Cánovas del Castillo, que se propuso acabar con los problemas de la monarquía de Isabel II tales como el intervencionismo del ejército y los nuevos enfrentamientos políticos. Sin embargo, no se trataba de un sistema democrático ya que no reconocía el sufragio universal. Este sistema se fundamentó en la creación de una Constitución moderada (la Constitución de 1876) y de un sistema bipartidista en el que dos partidos, liberales y conservadores, se alternasen pacíficamente en el poder (turno dinástico o pacífico).

Para aplicar el turno dinástico, se hizo uso de métodos poco legítimos como el fraude electoral, ya que, a través de trampas y la abstención o la corrupción generalizada, se lograba el resultado electoral deseado (pucherazo). A ello hay que sumarle la popularización del caciquismo, consistente en influenciar a la población rural dirigiendo sus votos a los encasillados.



La Constitución de 1876, aunque de claro carácter conservador, se redactó con cierta flexibilidad para que los dos partidos del turno pudieran gobernar de manera estable y favorecer así la estabilidad política.

Estableció una soberanía compartida entre las Cortes y el rey, en la que este último ejercía la jefatura del ejército, elegía al jefe de gobierno y ocupaba un papel moderador por encima de los partidos políticos, entre otras competencias. El poder legislativo, por su parte, recaía en unas Cortes bicamerales, quedando el tipo de sufragio a decisión del gobierno. Asimismo, se mantenía la independencia del poder judicial. También recogió una amplia declaración de derechos y libertades individuales, como los de imprenta, asociación y expresión, aunque estaban sujetos a cambios por parte del partido gobernante.

Por último, destaca también el carácter centralista del sistema, que ponía ayuntamientos y diputaciones bajo el control del gobierno y garantizaba la vigencia de las mismas leyes en todo el país.
Este sistema político llegó a su fin en 1923 con el golpe de estado del general Primo de Rivera. La estabilidad política trajo consigo un crecimiento económico y la consiguiente emigración del campo a la ciudad. En la ciudad el voto era libre y sin la presencia de los caciques, por lo que el turno de partidos fue acabando. Además, la oposición creció por parte de los republicanos, socialistas, anarquistas, nacionalistas, etc.

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