Obras de teatro cómicas

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6.2. EL TEATRO RENACENTISTA (APUNTES)

El gran teatro Barroco, que como veremos tiene en Lope de Vega a su máximo exponente, presenta como antecedente al llamado teatro prelopista o renacentista, el que se cultivó en el Siglo XVI. Para estudiar el teatro renacentista hay que partir del teatro medieval castellano que, como sabemos, fue un teatro vinculado en su mayor parte a la fiesta religiosa, pero, a su vez, se desarrolló un teatro profano, que arraigó profundamente entre el público y que encontró uno de sus máximos exponentes en Lope de Rueda. No podemos olvidar que La Celestina fue publicada en los albores del Renacimiento.

Para estudiar este teatro es conveniente dividirlo en dos grandes períodos:

6.2.1. Primera mitad del Siglo XVI

En un primer momento, la actitud teatral no es todavía plenamente popular, ya que se desarrolla en medios aristocráticos y universidades. La influencia italiana es perceptible en Juan del Encina, que destacó por sus églogas de asunto religioso, y en Torres Naharro es el mejor ejemplo de un tipo de comedias que aúnan la comedia latina de Plauto y Terencio con las novedades renacentistas que se estaba produciendo entonces en Italia. Reuníó en un volumen, titulado Propalladia (1517), su obra dramática, dividida en comedias a noticia -inspiradas en la realidad, con obras como Soldadesca -, y comedias a fantasía -de pura imaginación, con obras como Himenea, obra en la que aparece por primera vez en teatro el tema del honor, tan abundante, como veremos, en el Siglo XVII-. Por último, hay que señalar al portugués Gil Vicente, que utilizó tanto la lengua española como la portuguesa en comedias, farsas profanas y religiosas. Singularmente importantes son las obras que denominó tragicomedias, inspiradas en libros de caballerías españoles como el Amadís de Gaula.

6.2.2. Segunda mitad del Siglo XVI

Dejando a un lado una vertiente religiosa muy importante, representada por unos dramas alegóricos que se asemejaban a las piezas litúrgicas medievales, y que se recogen en el llamado Códice Autos viejos, hemos de destacar la entrada en España de la commedia dell’arte italiana. Surge así un teatro para el pueblo (totalmente distinto al que hemos visto en el primer momento dedicado a medios aristocráticos y universidades), un tipo de teatro bastante cómico en el que no se escribía todo el texto, sino que contaba con unos sucesos predefinidos, de asunto amoroso fundamentalmente, y unos personajes fijos (Arlequín, Pantalón, Polichinela…) con frases carácterísticas ya asignadas, que, mediante algunas pautas y la improvisación, creaban el texto de las obras ‘in situ’. Dentro de esta nueva tendencia popular destaca Lope de Rueda, un hombre de teatro de los pies a la cabeza: escritor, director de una de las primeras compañías teatrales itinerantes de nuestro país, actor, que experimentó en sus obras para tratar de encontrar nuevas líneas de escritura y contentar así a su público, cada vez más numeroso. Gracias a él y a sus pasos, entre los que destacan Las aceitunas o La tierra de Jauja, piezas cómicas de un solo acto, el teatro breve cobró una importancia especial en el panorama dramático.

En el último tercio del Siglo XVI, aparece en el panorama escénico la generación de los trágicos. Son un grupo de autores que quieren recuperar la esencia del teatro clásico en su vertiente trágica, pero eran del gusto popular: se difundíó en círculos intelectuales de colegios y universidades, con finalidad didáctica. Su mayor auge se produjo hacia 1580 con los valencianos Rey de Artieda y Cristóbal de Virués. No obstante, sí tuvieron cierto éxito los autores que cultivaron un teatro nacionalista, con obras que utilizaban la historia nacional y reducían la complejidad y rigidez del teatro aristotélico. Destacan Juan de la Cueva (El saco de Roma, La muerte del rey Sancho) y Miguel de Cervantes (La Numancia). Este último, además, será el encargado de reelaborar los pasos de Lope de Rueda en sus famosos entremeses: piezas breves de carácter cómico que parten de situaciones conocidas, con personajes tópicos (el marido viejo celoso, soldado fanfarrón, vizcaínos, etc.) y que, con gran ironía,

contraponen lo real y lo aparente. Destacan La cueva de Salamanca, El viejo celoso y El retablo de las maravillas.


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