Movimiento comunero

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El Régimen Polisinodial bajo los Austrias
La organización institucional de los Austrias mantuvo básicamente la estructura que habían diseñado los Reyes Católicos. La monarquía era la cúspide de todo el sistema, el factor que unía los diversos reinos, los cuales seguían manteniendo sus propias instituciones y su legislación.
Dos importantes consecuencias derivan de esta situación. En primer lugar condujo al "congelamiento" de los diferentes sistemas constitucionales de esos territorios. Esto impediría a su vez el desarrollo de alguna organización institucional común a todo el Imperio. En segundo lugar, evitó que se produjera una más estrecha asociación de los diferentes territorios con fines económicos o políticos, lo cual hubiera a su tiempo contribuido a crear una mística imperial, un sentimiento de participación en una empresa común.
Para gobernar los reinos hispánicos y sus posesiones de ultramar y para movilizar sus recursos para la guerra se requería un gran número de funcionarios. Los problemas puramente materiales que entrañaba el gobierno de vastos territorios separados por largas distancias imponían nuevos métodos burocráticos y nuevos procedimientos administrativos.
Esta reforma administrativa se hizo sobre la base de la monarquía impuesta por los Reyes Católicos, racionalizándola y mejorando la maquinaria administrativa.
El gobierno lo ejercía el rey apoyado en lo que se ha denominado sistema polisinodial o de consejos. Los consejos eran organismos especializados de gobierno y asesoramiento, aunque las decisiones las tomaba el rey. En ocasiones, algunos consejos tenían también atribuciones judiciales. El sistema estaba integrado esencialmente por Consejos consultivos. Un sistema semejante estaba bien orientado hacia las necesidades particulares de un imperio tan disperso y tan diverso, desde el punto de vista constitucional, como el español. Un sistema de gobierno de la monarquía española que quisiese ser eficaz debía sin duda alguna tener en cuenta, por una parte, las prolongadas ausencias del emperador y, por otra, la insistencia de sus dominios en la observación escrupulosa de sus leyes y costumbres. Al propio tiempo tenía que aportar por lo menos una dirección central para la coordinación de su política. La organización de las Consejos satisfacía enteramente estas necesidades.
Los Consejos pueden clasificarse en dos categorías principales: aquéllos a los que correspondía asesorar al monarca en los asuntos generales o particulares que afectaban a la monarquía en general, y los que eran responsables de gobierno de cada uno de sus territorios. De los Consejos asesores más generales, el más conocido, cuya composición y cuyas funciones estaban peor delimitadas era el Consejo de Estado, que en teoría asesoraba al monarca en los asuntos generales.
Los Consejos eran mucho más que meros organismos administrativos por cuanto tenían también alguna de las funciones esenciales de un organismo representativo. El objetivo inicial que tras ellos se escondía era el mantenimiento de una ficción de enorme importancia dentro de la estructura de la monarquía: la de que el rey estaba presente, en persona, en cada uno de sus territorios. Una corporación de consejeros nativos y representativos directamente ligada a la persona del rey, podía, por lo menos, contribuir a paliar las destructoras consecuencias del absentismo, al actuar como portavoz de los intereses provinciales por un lado y al velar, por el otro, para que el virrey actuase de acuerdo con una intención real de la que se consideraba guardián.
La maquinaria necesaria para llevarlo a cabo consistía en un sistema de consultas. Los resultados de las discusiones de los consejos eran recogidos en unos documentos llamados consultas, de modo que el rey se hallase suficientemente informado para tomar una decisión.
El sistema de consejos fue creciendo conforme se expandía territorialmente la monarquía. Las principales transformaciones fueron dos:

Aumentó el número de consejos, aunque mantuvieron las mismas atribuciones. Era posible distinguir entre consejos territoriales -que se ocupaban de la administración de un territorio concreto-, como los de Italia, Aragón, Castilla, etc.; y consejos temáticos, centrados en un asunto específico, como los de Órdenes Militares, Hacienda, Guerra, etc.

Apareció un consejo de Estado, creado por Carlos V en 1526, con competencias en política exterior. Estaba formado por especialistas en esta materia y presidido por el rey. También trataba los temas políticos más importantes. El resto de consejos estaban subordinados a él.

El funcionamiento del sistema necesita otra figura importante la de los secretarios.
Los secretarios. Era el entorno más próximo al monarca, asistían al rey en la dirección de los asuntos públicos y en la gestión diaria del imperio. Ellos filtraban la inmensa cantidad de documentos e informes que llegaban al rey o los temas que discutían los consejos, lo que les fue haciendo más importantes y poderosos, cuánto más compleja era la administración.
Todo este complejo entramado institucional dependía directamente del monarca, cuyo poder absoluto se consolidó durante los reinados de Carlos I y, sobre todo, de Felipe II.
Los Austrias del siglo XVII mostraron un evidente desinterés por las cuestiones políticas, lo que les hizo delegar las responsabilidades en los validos.
La figura del valido trasciende la del secretario, ya que introduce un matiz de confianza e incluso de amistad personal con el monarca. Los validos pertenecían normalmente a la aristocracia, lo que facilitó el acercamiento entre la monarquía y la nobleza; además, en torno a las ambiciones de poder, los validos crearan una red clientelar compuesta por familiares y amigos a través de su designación en puestos importantes de la administración, lo que favoreció la corrupción, tal y como ocurrió con el duque de Lerma, al que Felipe III retiró su confianza en 1618.
La irrupción de los validos también modificó la organización política, ya que los consejos fueron sustituidos por juntas, compuestas por miembros de la nobleza más cercana al valido. Así se agilizaba la toma de decisiones, pero se otorgaba un carácter más exclusivista al poder.
En muchos aspectos el sistema administrativo español pagó un precio muy caro por sus éxitos. Resolvió el problema de mantener el control sobre los distintos reinos, pero sólo a costa de entorpecer y retrasar la acción administrativa. Como todo tenía que pasar por la corte para la decisión final, la deliberación tendía a desbancar a la acción, y de un gobierno a base de discusiones a un gobierno inexistente había un solo paso. Además, con su complicado mecanismo interno de una serie infinita de pesos y contrapesos, el sistema repartía el poder tan equitativamente entre tantos organismos que cada uno de ellos se veía en última instancia reducido a la impotencia.

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