Moderados y Progresistas en la España de Isabel II: Estatuto Real y Constitución de 1837

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Introducción

A la muerte de Fernando VII en 1833, heredó el trono su hija, Isabel II, de tres años de edad. Su madre, María Cristina de Borbón, asumió la regencia. Ante la oposición de los absolutistas, partidarios de Carlos María Isidro, hermano de Fernando, que declararon la primera guerra carlista, la Reina Gobernadora se vio empujada a apoyarse en los liberales para asegurar el trono a su hija. Durante este periodo se produjo el paso definitivo del Antiguo Régimen a un nuevo Estado liberal burgués. Todos los liberales eran partidarios de una monarquía constitucional, pero estaban divididos desde el Trienio Liberal en dos tendencias, que terminaron convirtiéndose en partidos políticos a lo largo del reinado de Isabel II: moderados y progresistas.

  • Moderados: Defendían un liberalismo doctrinario, partidario de la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona, que gozaba de amplios poderes (como el derecho de veto, nombrar ministros y poder disolver las Cortes). Defensores del orden y de la propiedad, que identificaban con inteligencia y capacidad, eran partidarios del sufragio censitario y de limitar los derechos individuales, especialmente los colectivos. Defendían a la Iglesia católica y preferían una organización centralista del Estado. Socialmente, eran un grupo heterogéneo formado por terratenientes, alta burguesía, vieja nobleza, alto clero y altos mandos del ejército.
  • Progresistas: Defendían la soberanía nacional y la limitación de las atribuciones de la Corona. Querían un sufragio censitario más amplio y mayores libertades y derechos, tanto individuales como colectivos. Eran partidarios de la descentralización estatal y de la Milicia Nacional. Su base social era también heterogénea: la pequeña y mediana burguesía y, en general, las clases medias, profesionales liberales, artesanos y empleados urbanos y militares de baja graduación.

Ambos partidos estuvieron encabezados por espadones, generales del ejército que adquirieron protagonismo político debido a la amenaza carlista y se convirtieron en únicos garantes del trono de Isabel II y árbitros de la situación política. En estos años, el más importante fue el general progresista Espartero. Moderados y progresistas se alternaron en el poder, recurriendo a continuos pronunciamientos de uno u otro signo.

La Regencia de María Cristina (1833-1840)

El primer gobierno de la regencia, presidido por Cea Bermúdez, respondía al modelo del Despotismo Ilustrado, partidario de hacer reformas administrativas, no políticas. La más importante de estas fue la división provincial, llevada a cabo por Javier de Burgos, ministro de Fomento. Pero el estallido de la guerra carlista y la necesidad de ampliar los apoyos sociales de Isabel II forzaron a un pacto con los liberales moderados.

En 1834, Martínez de la Rosa, un viejo doceañista recién llegado del exilio, fue nombrado jefe del gobierno. Entre sus medidas destacan una amplia amnistía para los liberales y la disolución de la jurisdicción gremial, que favoreció la libertad de fabricación y comercio. Pero la más importante de todas fue el Estatuto Real, en 1834, una Carta Otorgada que concedía ciertos derechos y libertades políticas, pero sin reconocer el principio de soberanía nacional. Establecía unas Cortes bicamerales, formadas por un Estamento de Próceres, constituido por altos cargos eclesiásticos, nobles y grandes propietarios nombrados por la Corona con carácter vitalicio, y un Estamento de Procuradores, elegidos por sufragio censitario (el 0,15% de los ciudadanos). Las Cortes sólo tenían funciones consultivas y votaban los impuestos, pero la iniciativa legislativa quedaba en manos de la Corona.

Pronto se hizo evidente que estas reformas eran insuficientes, ya que marginaban a la inmensa mayoría de la sociedad. El malestar social se manifestó en el verano de 1834: se desató una epidemia de cólera y corrió el rumor en Madrid de que los frailes habían envenenado las aguas, por lo que las clases populares asaltaron los conventos, asesinando frailes, en una primera oleada de violencia anticlerical que se extendió a otras capitales ante la falta de reacción del gobierno. En el verano de 1835 hubo nuevos disturbios, especialmente violentos en Barcelona, donde los obreros quemaron la fábrica de Bonaplata y Cía. Los levantamientos populares se extendieron a otras ciudades (Zaragoza, Cádiz, Sevilla, Valencia, etc.), formándose juntas revolucionarias. María Cristina, asustada, para conseguir apoyo popular y recursos financieros para ganar la guerra carlista, se vio forzada a llamar a los progresistas a formar gobierno en septiembre de 1835.

Juan Álvarez Mendizábal, líder de la oposición progresista, inició importantes reformas: suprimió la Mesta, organizó la Milicia Nacional, abolió los privilegios gremiales y promulgó el decreto de desamortización de los bienes eclesiásticos. El objetivo de la desamortización era iniciar una reforma agraria, conseguir dinero para Hacienda a fin de sostener la guerra civil, castigar a la Iglesia por su apoyo al carlismo y crear un grupo de nuevos propietarios que fueran partidarios del liberalismo. La Reina gobernadora, presionada por la nobleza y el clero, que pensaban que las reformas habían ido demasiado lejos, destituyó a Mendizábal. Pero en el verano de 1836 estallaron de nuevo revueltas populares en las ciudades y un grupo de sargentos se sublevaron en el palacio de La Granja, donde la reina veraneaba, forzándola a restablecer la Constitución de Cádiz y a nombrar un gobierno progresista, presidido por José María Calatrava, con Mendizábal como ministro de Hacienda.

Los progresistas continuaron con la reforma agraria, que implicaba la disolución del régimen señorial, de los mayorazgos y la desamortización de bienes del clero. También elaboraron la Constitución de 1837. Aunque inspirada en la de Cádiz de 1812, también hace concesiones a los moderados con el fin de conseguir un marco jurídico aceptable para todos los liberales, amenazados por el peligro carlista. Sus principales características son: soberanía nacional, división de poderes, Cortes bicamerales (Congreso y Senado) elegidas por sufragio censitario, pero más amplio que el del Estatuto Real, confesionalidad del Estado, corporaciones municipales elegidas por los vecinos, Milicia Nacional y algunos derechos como la libertad de imprenta y la de no ser detenido ni preso ni separado del domicilio.

En las elecciones de septiembre de 1837 ganaron los moderados, que presentaron una Ley de Ayuntamientos que intentaba recortar el poder municipal, dando a la Corona la facultad de nombrar alcaldes en las capitales de provincia. Frente a este proyecto de ley, en 1840 estallaron en las principales ciudades motines y levantamientos populares. María Cristina llamó al general progresista Espartero para sofocarlos, pero este se negó a emplear el ejército contra los ayuntamientos progresistas. María Cristina dimitió, siendo nombrado Espartero nuevo regente.

La Regencia de Espartero (1840-1843)

Baldomero Espartero era un general muy popular, casi un mito entre los españoles por haber conseguido finalizar la guerra carlista en 1839 con el Convenio de Vergara. Pero su forma autoritaria de gobernar le hizo perder apoyos con rapidez. Los moderados prepararon un pronunciamiento para sustituirlo por María Cristina. Con el fin de conseguir apoyo financiero exterior, Espartero impuso en 1842 una política librecambista, abriendo el mercado español a los productos extranjeros, lo que le supuso la enemistad de la burguesía industrial catalana, amenazada por los tejidos ingleses. Barcelona se levantó contra estas medidas y Espartero reaccionó con el bombardeo de la ciudad y una dura represión, lo que hizo aumentar su descrédito y las críticas incluso desde los progresistas. Los moderados aprovecharon para realizar una conspiración, dirigida por el general Narváez, que provocó la dimisión en 1843 de Espartero, quien se exilió a Inglaterra. Las Cortes decidieron adelantar la mayoría de edad de Isabel II, proclamándola reina a los trece años.

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