El hombre se interroga sobre el valor y el sentido de su vida

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Votos para el Año de la juventud
1. «Siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere».
Estos son los votos que formulo para vosotros, jóvenes, desde el comienzo del año en curso. El 1985 ha sido proclamado por la Organización de las Naciones Unidas como Año Internacional de la Juventud, lo cual reviste un significado múltiple ante todo para vosotros mismos, y también para todas las generaciones, para cada persona, para la comunidades y para toda la sociedad. Esto reviste asimismo un particular significado para la Iglesia en cuanto depositaria de verdades y valores fundamentales, y a la vez servidora de los destinos eternos que el hombre y la gran familia humana tienen en Dios mismo.

Si el hombre es el camino fundamental y cotidiano de la Iglesia, entonces se comprende bien por qué la Iglesia atribuye una especial importancia al período de la juventud como una etapa clave de la vida de cada hombre. Vosotros, jóvenes, encarnáis esa juventud. Vosotros sois la juventud de las naciones y de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad. Vosotros sois también la juventud de la Iglesia.
Todos miramos hacia vosotros, porque todos nosotros en cierto sentido volvemos a ser jóvenes constantemente gracias a vosotros. Por eso, vuestra juventud no es sólo algo vuestro, algo personal o de una generación, sino algo que pertenece al conjunto de ese espacio que cada hombre recorre en el itinerario de su vida, y es a la vez un bien especial de todos. Un bien de la humanidad misma.
En vosotros está la esperanza, porque pertenecéis al futuro, y el futuro os pertenece. En efecto, la esperanza está siempre unida al futuro, es la espera de los «bienes futuros». Como virtud cristiana ella está unida a la espera de aquellos bienes eternos que Dios ha prometido al hombre en Jesucristo. Y contemporáneamente esta esperanza, en cuanto virtud cristiana y humana a la vez, es la espera de los bienes que el hombre se construirá utilizando los talentos que le ha dado la Providencia.
En este sentido a vosotros, jóvenes, os pertenece el futuro, como una vez pertenecíó a las generaciones de los adultos y precisamente también con ellos se ha convertido en actualidad. De esa actualidad, de su forma múltiple y de su perfil son responsables ante todo los adultos. A vosotros os corresponde la responsabilidad de lo que un día se convertirá en actualidad junto con vosotros y que ahora es todavía futuro.
Cuando decimos que a vosotros os corresponde el futuro, pensamos en categorías humanas transitorias, en cuando el hombre está siempre de paso hacia el futuro. Cuando decimos que de vosotros depende el futuro, pensamos en categorías éticas, según las exigencias de la responsabilidad moral que nos impone atribuir al hombre como persona –y a las comunidades y sociedades compuestas por personas– el valor fundamental de los actos, de los propósitos, de las iniciativas y de la las intenciones humanas.
Esta dimensión es también la dimensión propia de la esperanza cristiana y humana. En esta dimensión, el primer y fundamental voto que la Iglesia, a través de mí, formula para vosotros, jóvenes, en este Año dedicado a la Juventud es que estéis «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere».
Cristo habla con los jóvenes
2. Estas palabras, escritas un día por el apóstol Pedro a la primera generación cristiana, están en relación con todo el Evangelio de Jesucristo. Non daremos cuenta de esta relación de modo más claro, cuando reflexionemos sobre el coloquio de Cristo con el joven referido por los evangelistas. Entre muchos otros textos bíblicos es éste el primero que debe ser recordado aquí.
A la pregunta:
«Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?», Jesús responde con esta pregunta: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios». Y añade: «Ya sabes los mandamientos: No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre». Con estas palabras Jesús recuerda a su interlocutor alguno de los mandamientos del Decálogo.
Pero la conversación no termina ahí. En efecto, el joven afirma: «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud». Entonces –escribe el evangelista– «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme».
En este momento cambia el clima del encuentro. El evangelista escribe del joven que «se anubló su semblante y se fue triste, porque tenía mucha hacienda».
Hay otros pasajes del Evangelio en los que Jesús de Nazaret encuentra a jóvenes. Particularmente sugestivas son las dos resurrecciones: la de la hija de Jairo y la del hijo de la viuda de Naín. Sin embargo, podemos admitir que el coloquio antes citado es sin duda el encuentro más completo y más rico de contenido. Se puede decir también que éste tiene carácter más universal y ultratemporal; es decir, que vale en cierto sentido, constante y continuamente, a lo largo de los siglos y generaciones. Cristo habla así con un joven, con un muchacho o muchacha; conversa en diversos lugares de la tierra en medio a las diversas naciones, razas y culturas. Cada uno de vosotros es un potencial interlocutor en este coloquio.
Al mismo tiempo todos los elementos de la descripción y todas las palabras dichas por ambas partes en tal conversación tienen un significado muy esencial, poseen su peso específico. Se puede decir que estas palabras contienen una verdad, particularmente profunda sobre el hombre en general y, en especial, la verdad sobre la juventud humana. Son en verdad importantes para los jóvenes.
Permitidme, por ello, que como línea de fondo relacione mis reflexiones en esta Carta con ese encuentro y con ese texto evangélico. Quizá de esta manera será más fácil para vosotros desarrollar el propio coloquio con Cristo, un coloquio que es de importancia fundamental y esencial para un joven.
La juventud una riqueza singular
3. Comenzaremos por lo que se encuentra al final del texto evangélico. El joven se fue triste «porque tenía mucha hacienda».
Sin duda esta frase se refiere a los bienes materiales, de los que el joven era propietario o heredero. Quizá es ésta la situación propia de algunos, pero no es la típica. Por ello las palabras del evangelista sugieren otra visión del problema: se trata de hecho de que la juventud por sí misma (prescindiendo de cualquier bien material) es una riqueza singular del hombre, de una muchacha o de un muchacho, y en la mayor parte de los casos es vivida por los jóvenes como una específica riqueza. La mayor parte de las veces, pero no siempre, no como regla, porque no faltan hombres que por diversos motivos no experimentan la juventud como riqueza. De ellos habrá que hablar por separado.
Hay sin embargo razones –incluso de tipo objetivo– para pensar en la juventud como en una singular riqueza que el hombre experimenta precisamente en tal período de su vida. Éste se distingue ciertamente del período de la infancia (es, en efecto, la salida de los años de la infancia), como se distingue también del período de la plena madurez. Efectivamente, el período de la juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del «yo» humano y de las propiedades y capacidades que éste encierra. A la vista interior de la personalidad en desarrollo de un joven o de una joven se abre gradual y sucesivamente aquella específica –en cierto sentido única e irrepetible– potencialidad de una humanidad concreta, en la que está como inscrito el proyecto completo de la vida futura. La vida se delinea como la realización de tal proyecto, como «autorrealización».
La cuestión merece naturalmente una explicación desde muchos puntos de vista. Pero si queremos expresarlo brevemente, se revela precisamente el perfil y la forma de riqueza que es la juventud. Es la riqueza de descubrir y a la vez de programar, de elegir, de prever y de asumir como algo propio las primeras decisiones, que tendrán importancia para el futuro en la dimensión estrictamente personal de la existencia humana. Al mismo tiempo, tales decisiones tienen no poca importancia social. El joven del Evangelio se encuentra en esta fase existencial, como deducimos de las mismas preguntas que hace en el coloquio con Jesús. Por ello, también las palabras conclusivas referentes a la «mucha hacienda», es decir, a la riqueza, pueden entenderse en este sentido preciso: el de la riqueza que es la juventud misma.
Pero hemos de preguntarnos: esa riqueza que es la juventud ¿debe acaso alejar al hombre de Cristo? El evangelista no dice esto ciertamente; el mismo examen del texto permite concluir más bien en sentido opuesto. En la decisión de alejarse de Cristo han influido en definitiva sólo las riquezas exteriores, lo que el joven poseía («la hacienda»). No lo que él era. Lo que él era, precisamente en cuanto joven –es decir, la riqueza interior que se esconde en la juventud– le había conducido a Jesús. Y le había llevado a hacer aquellas preguntas, en las que se trata de manera más clara del proyecto de toda la vida. ¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? ¿Qué he de hacer para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido?
La juventud de cada uno de vosotros, queridos amigos, es una riqueza que se manifiesta precisamente en estas preguntas. El hombre se las pone a lo largo de toda su vida. Sin embargo, durante la juventud ellas se imponen de un modo particularmente intenso, incluso insistente. Y es bueno que suceda así. Porque esas preguntas prueban la dinámica del desarrollo de la personalidad humana que es propia de vuestra edad. Estas preguntas os las ponéis a veces de manera impaciente, y a la vez vosotros mismos comprendéis que la respuesta a ellas no puede ser apresurada ni superficial. Ha de tener un peso específico y definitivo. Se trata de una respuesta que se refiere a toda la vida, que abarca el conjunto de la existencia humana.
De manera particular estas preguntas esenciales se las ponen vuestros coetáneos, cuya vida está marcada, ya desde la juventud, por el sufrimiento: por alguna carencia física, por alguna deficiencia, por algún «handicap» o limitación, por la difícil situación familiar o social. Si a pesar de todo ello su conciencia se desarrolla normalmente, la pregunta sobre el sentido y valor de la vida se convierte en algo esencial y a la vez particularmente dramático, porque desde el principio está marcada por el dolor de la existencia. ¡Cuántos de estos jóvenes se encuentran en medio de la gran multitud de jóvenes del mundo entero! ¡Cuántos se ven obligados a vivir desde la juventud en una institución u hospital, condenados a una cierta pasividad que puede suscitar en ellos sentimientos de ser inútiles a la humanidad!
¿Se puede decir entonces que también su juventud es una riqueza interior? ¿A quién hemos de preguntar esto? ¿A quién han de poner ellos esta pregunta esencial? Parece que Cristo es en estos casos el único interlocutor competente, aquel que nadie puede sustituir plenamente.
Dios es amor
4. Cristo responde a su joven interlocutor del Evangelio. Él le dice: «Nadie es bueno sino sólo Dios». Hemos oído ya lo que el otro preguntaba. «Maestro bueno ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». ¿Cómo actuar, a fin de que mi vida tenga sentido, pleno sentido y valor? Nosotros podemos traducir así su pregunta en el lenguaje de nuestro tiempo. En este contexto la respuesta de Cristo quiere decir: sólo Dios es el último fundamento de todos los valores; sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana.
Sólo Dios es bueno, lo cual significa: en Él y sólo en Él todos los valores tienen su primera fuente y su cumplimiento final; en Él «el alfa y la omega, el principio y el fin». Solamente en Él hallan su autenticidad y confirmación definitiva. Sin Él –sin la referencia a Dios– todo el mundo de los valores creados queda como suspendido en un vacío absoluto, pierde su transparencia y expresividad. El mal se presenta como bien y el bien es descartado. ¿No nos indica esto mismo la experiencia de nuestro tiempo, donde quiera que Dios ha sido eliminado del horizonte de las valoraciones, de los criterios, de los actos?
¿Por qué sólo Dios es bueno? Porque Él es amor. Cristo da esta respuesta con las palabras del Evangelio, y sobre todo con el testimonio de la propia vida y muerte: «Porque tanto amó Dios al mundo, que lo dio su unigénito Hijo». Dios es bueno porque «es amor».
La pregunta sobre el valor, la pregunta sobre el sentido de la vida –lo hemos dicho– forma parte de la riqueza particular de la juventud. Brota de lo más profundo de las riquezas y de las inquietudes, que van unidas al proyecto de vida que se debe asumir y realizar. Más todavía cuando la juventud es probada por el sufrimiento personal o es profundamente consciente del sufrimiento ajeno; cuando experimenta una fuerte sacudida ante las diversas formas del mal que existe en el mundo; y finalmente cuando se pone frente al misterio del pecado, de la iniquidad humana (mysterium iniquitatis).
La respuesta de Cristo equivale a: sólo Dios es bueno, sólo Dios es amor. Esta respuesta puede parecer difícil, pero a la vez es firme y verdadera; lleva en sí la solución definitiva. Ruego insistentemente, a fin de que vosotros, jóvenes amigos, escuchéis esta respuesta de Cristo de modo verdaderamente personal, para que encontréis el camino interior que os ayude a comprenderla, para aceptarla y hacerla realidad.
Así es Cristo en la conversación con el joven. Así es en el coloquio con cada uno y cada una de vosotros. Cuando le preguntáis: «Maestro bueno...», Él pregunta, «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios». Como si dijera: el hecho de que yo sea bueno da testimonio de Dios. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre». Así habla Cristo, maestro y amigo, Cristo crucificado y resucitado; el mismo ayer, hoy y por los siglos.
Éste es el núcleo, el punto esencial de la respuesta a las preguntas que vosotros, jóvenes, le hacéis a Él mediante la riqueza que hay en vosotros y que está arraigada en vuestra juventud. Ésta abre ante vosotros diversas perspectivas, os ofrece como tarea el proyecto de una vida entera. De ahí la pregunta sobre los valores; de ahí la pregunta sobre el sentido, sobre la verdad, sobre el bien y el mal. Cuando Cristo al responderos os manda referir todo esto a Dios, os indica a la vez cuál es la fuente de ello y el fundamento que está en vosotros. En efecto, cada uno de vosotros es imagen y semejanza de Dios por el hecho mismo de la creación. Tal imagen y semejanza hace precisamente que os pongáis estas preguntas que os debéis plantear. Ellas demuestran hasta qué punto el hombre sin Dios no puede comprenderse a sí mismo ni puede tampoco realizarse sin Dios. Jesucristo ha venido al mundo ante todo para hacer a cada uno de nosotros conscientes de ello. Sin Él esta dimensión fundamental de la verdad sobre el hombre caería fácilmente en la oscuridad. Sin embargo, «vino la luz al mundo», «pero las tinieblas no la acogieron».
La pregunta sobre la vida eterna
5. ¿Qué he de hacer para que la vida tenga valor, tenga sentido? Esta pregunta apasionante, en boca del joven del Evangelio suena así: «¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». El hombre que pone la pregunta de esta manera ¿habla un leguaje comprensible para los hombres de hoy? ¿No somos nosotros la generación a la que el mundo y el progreso temporal llenan completamente el horizonte de la existencia? Nosotros pensamos ante todo con categorías terrenas. Si superamos los confines de nuestro planeta, lo hacemos para inaugurar los vuelos interplanetarios, para transmitir señales a otros planetas y enviarles sondas cósmicas.
Todo esto se ha convertido en el contenido de nuestra civilización moderna. La ciencia junto con la técnica ha descubierto de modo inigualable las posibilidades del hombre con respecto a la materia, y ha conseguido también dominar el mundo interior de su pensamiento, de sus capacidades, tendencias y pasiones.
Pero a la vez está claro que, cuando nos ponemos ante Cristo, cuando Él se convierte en el confidente de los interrogantes de nuestra juventud, no podemos poner una pregunta diversa de la del joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Cualquier otra pregunta sobre el sentido y valor de nuestra vida sería, ante Cristo, insuficiente y no esencial.
En efecto, Cristo no sólo es el «maestro bueno» que indica los caminos de la vida sobre la tierra. Él es el testigo de aquellos destinos definitivos que el hombre tiene en Dios mismo. Él es el testigo de la inmortalidad del hombre. El Evangelio que Él anunciaba con su voz está sellado definitivamente con la cruz y la resurrección en el misterio pascual. «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él». En su resurrección Cristo se ha convertido también en un permanente «signo de contradicción» frente a todos los programas incapaces de conducir al hombre más allá de las fronteras de la muerte. Más aún, ellos con este confín eliminan toda pregunta del hombre sobre el valor y el sentido de la vida. Frente a todos estos programas, a los modos de ver el mundo y a las ideologías, Cristo repite constantemente: «Yo soy la resurrección y la vida».
Por tanto, si tú, querido hermano y querida hermana, quieres hablar con Cristo adhiriéndote a toda la verdad de su testimonio, por una parte has de «amar al mundo»; porque Dios «tanto amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito»; y al mismo tiempo, has de conseguir el desprendimiento interior respecto a toda esta realidad rica y apasionante que es «el mundo». Has de decidirte a plantearte la pregunta sobre la vida eterna. En efecto, «pasa la apariencia de este mundo», y cada uno de nosotros estamos sometidos a este pasar. El hombre nace con la perspectiva del día de su muerte en la dimensión del mundo visible; y al mismo tiempo el hombre, para quien la razón interior de ser consiste en superarse a sí mismo, lleva consigo también todo aquello con lo que supera al mundo.
Todo aquello con que el hombre supera en sí mismo al mundo –aun estando radicado en él– se explica por la imagen y semejanza de Dios que está inscrita en el ser humano desde el principio.
Y todo esto con lo que el hombre supera al mundo no solamente justifica el interrogante
sobre la vida eterna, sino que, incluso, lo hace indispensable. Ésta es la pregunta que los hombres se plantean desde hace tiempo, y no sólo en el ámbito del mundo cristiano, sino también fuera de él. Vosotros debéis tener también el valor de ponerla como el joven del Evangelio. El cristianismo nos enseña a comprender la temporalidad desde la perspectiva del Reino de Dios, desde la perspectiva de la vida eterna. Sin ella, la temporalidad, incluso la más rica o la más formada en todos los aspectos, al final lleva al hombre sólo a la inevitable necesidad de la muerte.
Ahora bien, existe una antinomia entre la juventud y la muerte. La muerte parece estar lejos de la juventud. Y así es. Más aún, dado que la juventud significa el proyecto de toda la vida, construido según el criterio del sentido y del valor, también durante la juventud se hace indispensable la pregunta sobre el final. La experiencia humana dejada a sí misma, da la misma respuesta que la Sagrada Escritura: «Está establecido morir una vez», y el escritor inspirado añade: «Después de esto viene el juicio». Y Cristo dice: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá». Preguntad por tanto a Cristo, como el joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?».
Sobre la moral y la conciencia
6. A este interrogante Jesús responde: «Ya sabes los mandamientos», y a continuación enumera dichos mandamientos que forman parte del Decálogo. Moisés los había recibido sobre el monte Sinaí en el momento de la Alianza entre Dios e Israel. Estos fueron escritos sobre tablas de piedra y constituían para todo israelita una diaria indicación del camino. El joven que habla con Cristo conoce naturalmente de memoria los mandamientos del Decálogo; es más, puede decir con alegría: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».
Hemos de suponer que en este diálogo que Cristo sostiene con cada uno de vosotros, jóvenes, se repita la misma pregunta: ¿Sabes los mandamientos? Ésta se repetirá infaliblemente, porque los mandamientos forman parte de la Alianza entre Dios y la humanidad. Los mandamientos determinan las bases esenciales del comportamiento, deciden el valor moral de los actos humanos, permanecen en relación orgánica con la vocación del hombre a la vida eterna, con la instauración del Reino de Dios en los hombres y entre los hombres. En la palabra de la Revelación divina está escrito con claridad el código de la moralidad del cual permanecen como punto clave las tablas del Decálogo del monte Sinaí y cuyo ápice se encuentra en el Evangelio: en el sermón de la montaña y en el mandamiento del amor.
Este código de moralidad encuentra al mismo tiempo otra redacción. Dicho código está inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, «son para sí mismos Ley». Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos; y añade a continuación: «Con esto muestran que los preceptos de la Ley están inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia».
Tocamos aquí problemas de suma importancia para vuestra juventud y para el proyecto de vida que de ella emerge.
Dicho proyecto se conforma con la perspectiva de la vida eterna en primer lugar a través de la verdad de las obras sobre las que será construido. La verdad de las obras halla su fundamento en aquella doble redacción de la ley moral: la que se encuentra escrita en las tablas del Decálogo de Moisés y en el Evangelio, y la que está esculpida en la conciencia moral del hombre. Y la conciencia se presenta como testigo de aquella ley, como escribe San Pablo. Esta conciencia –según las palabras de la carta a los Romanos– son «las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan». Cada uno sabe hasta qué punto estas palabras corresponden a nuestra realidad interior; cada uno de nosotros desde la juventud experimenta la voz de la conciencia.
Por tanto, cuando Jesús en el coloquio con el joven enumera los mandamientos: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre», la recta conciencia responde a las respectivas obras del hombre con una reacción interior: ella acusa o excusa. Hace falta, sin embargo, que la conciencia no esté desviada; hace falta que la formulación fundamental de los principios de la moral no ceda a la deformación bajo la acción de cualquier tipo de relativismo o utilitarismo.
¡Queridos jóvenes amigos! La respuesta que Jesús da a su interlocutor del Evangelio se dirige a cada uno y a cada una de vosotros. Cristo os interroga sobre el estado de vuestra sensibilidad moral y pregunta al mismo tiempo sobre el estado de vuestras conciencias. Es ésta una pregunta clave para el hombre; es el interrogante fundamental de vuestra juventud, válido para todo el proyecto de vida que, precisamente, ha de construirse durante la juventud. Su valor es el que está más estrechamente unido a la relación que cada uno de vosotros tiene respecto al bien y al mal moral. El valor de este proyecto depende en modo esencial de la autenticidad y de la rectitud de vuestra conciencia. Depende también de su sensibilidad.
De esta manera nos hallamos aquí en un momento crucial, en el que temporalidad y eternidad se encuentran a cada paso a un nivel que es propio del hombre. Es el nivel de la conciencia, el nivel de los valores morales; ésta es la dimensión más importante de la temporalidad y de la historia. En efecto, la historia se escribe no sólo con los acontecimiento que se suceden en cierta manera «desde dentro»: es la historia de la conciencia humana, de las victorias o de las derrotas morales. Aquí encuentra también su fundamento la esencial grandeza del hombre; su dignidad auténticamente humana. Éste es el tesoro interior con el que el hombre se supera constantemente a sí mismo en dirección a la eternidad. Si es verdad que «está establecido que los hombres mueren una sola vez» es también verdad que el tesoro de la conciencia, el depósito del bien y del mal, lo lleva el hombre más allá de la frontera de la muerte para que, en presencia de Aquél que es la santidad misma, encuentre la última y definitiva verdad sobre toda su vida: «Después de esto viene el juicio».
Así sucede precisamente con la conciencia: en la verdad interior de nuestros actos se halla, en un cierto sentido, constantemente presente la dimensión de la vida eterna. Y a la vez la misma conciencia, a través de los valores morales, imprime el sello más expresivo en la vida de las generaciones, en la historia y en la cultura de los ambientes humanos, de la sociedad, de las naciones y de la humanidad entera.
¡Cuánto depende en este campo de cada uno y cada una de vosotros!
«Jesús, poniendo en él los ojos, le amó»
7. Continuando en el examen del coloquio de Cristo con el joven, entramos ahora en otra fase. Ésta es nueva y decisiva. El joven ha recibido la respuesta esencial y fundamental a su pregunta: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Y esta respuesta coincide con todo el camino recorrido hasta ahora en su vida: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud». ¡Cómo deseo ardientemente para cada uno de vosotros que el camino de vuestra vida recorrido hasta ahora coincida de igual modo con la respuesta de Cristo! Más aún, deseo que la juventud os dé una base robusta de sanos principios; que vuestra conciencia consiga ya en estos años de la juventud aquella transparencia madura que en vuestra vida os permitirá a cada uno ser siempre «personas que inspiran confianza», esto es, que son creíbles. La personalidad moral así formada constituye a la vez la contribución más esencial que vosotros podréis aportar a la vida comunitaria, a la familia, a la sociedad, a la actividad profesional y también a la actividad cultural o política, y, finalmente, a la comunidad misma de la Iglesia con la que estáis o podréis estar ligados un día.
Se trata aquí a la vez de una plena y profunda autenticidad de la humanidad y de una igual autenticidad en el desarrollo de la personalidad humana, femenina o masculina, con todas las carácterísticas que constituyen el rasgo irrepetible de esta personalidad y que al mismo tiempo provocan una múltiple resonancia en la vida de la comunidad y de los ambientes, comenzando por la familia. Cada uno de vosotros debe contribuir de algún modo a la riqueza de estas comunidades, en primer lugar, mediante lo que él es. ¿No se abre en esta dirección la juventud que es la riqueza «personal» de cada uno de vosotros? El hombre se lee a sí mismo, su propia humanidad, tanto como el propio mundo interior, cuanto como el terreno específico del ser «con los demás», «para los demás».
Justamente aquí asumen un significado decisivo los mandamientos del Decálogo y del Evangelio, especialmente el mandamiento de la caridad que abre al hombre hacia Dios y hacia el prójimo. La caridad, de hecho, es «el vínculo de la perfección». Por medio de ella maduran más plenamente el hombre y la fraternidad interhumana. Por esto la caridad es más grande, es el primero entre todos los mandamientos; es el primero de ellos, como nos enseña Cristo; en él, todos los demás están encerrados y unificados.
Os deseo, pues, a cada uno de vosotros que los caminos de vuestra juventud se encuentren con Cristo para que podáis confirmar ante Él, con el testimonio de la conciencia, este código evangélico de la moral a cuyos valores, en el curva de las generaciones, se han acercado de alguna manera tantos hombres grandes de espíritu.
No es éste el lugar de citar las comprobaciones de ello que se hallan en toda la historia de la humanidad. Es verdad que desde los tiempos más antiguos el dictamen de la conciencia orienta a cada sujeto humano hacia una norma moral objetiva que encuentra su expresión concreta en el respeto de la persona del otro y en el principio de no hacerle lo que no queremos que se nos haga.
En esto vemos ya emerger claramente aquella moral objetiva de la que San Pablo afirma que está escrita «en los corazones» y que recibe el testimonio de la conciencia. El cristiano percibe allí fácilmente un rayo del Verbo creador que ilumina a todo hombre y, precisamente por ser seguidor de este Verbo hecho carne, se eleva a la ley superior del Evangelio que positivamente –con el mandamiento de la caridad– le impone hacer al prójimo todo el bien que quiere para sí mismo. De esta manera él sella la voz íntima de su conciencia con la adhesión absoluta a Cristo y a su palabra.
Os deseo que experimentéis, tras el discernimiento de los problemas esenciales e importantes para vuestra juventud, para el proyecto de toda la vida que se abre ante vosotros, aquello de que habla el Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó». Deseo que experimentéis una mirada así. Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mire con amor.
Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede también decir que en esta «mirada amorosa» de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva. Si buscamos el principio de esta mirada, es necesario volver atrás al libro del Génesis, a aquel instante en que, tras la creación del hombre «varón y mujer» Dios vio que «era muy bueno». Esta primera mirada del Creador se refleja en la mirada de Cristo que acompaña la conversación con el joven del Evangelio.
Sabemos que Cristo confirmará y sellará esta mirada con el sacrificio redentor de la Cruz, puesto que precisamente por medio de este sacrificio, aquella «mirada» ha alcanzado una particular profundidad de amor. En ella está contenida una tal afirmación del hombre y de la humanidad de la que sólo Cristo, Redentor y Esposo, es capaz. Solamente Él conoce lo que hay en el hombre: conoce su debilidad pero conoce también y sobre todo su dignidad.
Os deseo a cada uno y cada una de vosotros que descubráis esta mirada de Cristo y que la experimentéis hasta el fondo. No sé en qué momento de la vida. Pienso que el momento llegará cuando más falta haga; acaso en el sufrimiento, acaso también con el testimonio de una conciencia pura como en el caso del joven del Evangelio, o acaso precisamente en la situación opuesta: junto al sentimiento de culpa, con el remordimiento de conciencia. Cristo, de hecho, miró también a Pedro en la hora de su caída, cuando por tres veces había negado a su Maestro.
Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad. Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad esté casi borrada a los ojos de los hombres, cuando sea ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces, esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir.
Os deseo, pues, que experimentéis lo que sintió el joven del Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó».
«Sígueme»
8. Del examen del texto evangélico resulta que esta mirada fue, por así decirlo, la respuesta de Cristo al testimonio que el joven había dado de su vida hasta aquel momento, o sea, haber actuado según los mandamientos de Dios. «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».
A la vez, esta «mirada de amor» fue la introducción a la fase conclusiva de la conversación. Siguiendo la redacción de Mateo, fue el mismo joven quien inició esta fase, dado que no sólo constató su fidelidad respecto a los mandamientos del Decálogo, que caracterizaba su conducta anterior, sino que contemporáneamente formuló una nueva pregunta. De hecho preguntó: «¿Qué me queda aún?».
Esta pregunta es muy importante. Indica que en la conciencia moral del hombre y, concretamente del hombre joven, que forma el proyecto de toda su vida, está escondida la aspiración a «algo más». Este deseo se siente de diversos modos, y podemos advertirlo también entre aquellas personas que den la impresión de estar alejadas de nuestra religión.
Entre los seguidores de las religiones no cristianas, sobre todo del Budismo, del Hinduismo y del Islamismo, encontramos, desde hace milenios, numerosos hombres «espirituales» que, a menudo, desde la juventud, abandonan todo para vivir en estado de pobreza y de pureza en la búsqueda del Absoluto que está por encima de la apariencia de las cosas sensibles, se esfuerzan por conquistar el estado de liberación perfecta, se refugian en Dios con amor y confianza e intentan someterse de todo corazón a los designios escondidos en Él. Se sienten como empujados por una misteriosa voz interior que resuena dentro de su espíritu, haciendo como eco a las palabras de San Pablo: «Pasa la apariencia de este mundo», y los conduce a la búsqueda de cosas más grandes y duraderas: «Buscad las cosas de arriba». Tienden con todas sus fuerzas hacia la meta, trabajando mediante un serio aprendizaje en la purificación de su espíritu, llegando a hacer a veces de la propia vida una donación de amor a la divinidad. Actuando de este modo, se convierten en un ejemplo viviente para sus contemporáneos, a los que indican con su conducta la primacía de los valores eternos sobre los fugaces y, a veces, ambiguos, ofrecidos por la sociedad en la que viven.
El deseo a la perfección, a «algo más» encuentra su explícito punto de referencia en el Evangelio. Cristo, en el sermón de la montaña, confirma toda la ley moral, en cuyo centro están las tablas mosaicas de los diez mandamientos; pero al mismo tiempo da a estos mandamientos un sentido nuevo, evangélico. Todo esto se concentra –como se ha dicho precedentemente– alrededor de la caridad, no sólo como mandamiento, sino además como don: «... El amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado».
En este contexto nuevo se hace comprensible asimismo el programa de las ocho bienaventuranzas, con el que comienza el sermón de la montaña en el Evangelio según San Mateo.
En este mismo contexto el conjunto de los mandamientos, que constituyen el código fundamental de la moral cristiana, es completado por el conjunto de los consejos evangélicos, en los que se expresa y concreta, de modo especial, la llamada de Cristo a la perfección, que es una llamada a la santidad.
Cuando el joven pregunta sobre el «algo más»: «¿Qué me queda aún?», Jesús lo mira con amor y este amor encuentra aquí un nuevo significado. El hombre es conducido interiormente por el Espíritu Santo desde una vida según los mandamientos a otra vida consciente del don, y la mirada plena de amor por parte de Cristo expresa este «paso» interior. Jesús añade: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme».
¡Sí, mis queridos jóvenes! El hombre, el cristiano es capaz de vivir conforme a la dimensión del don. Más aún, esta dimensión no sólo es «superior» a la de las meras obligaciones morales conocidas por los mandamientos, sino que es también «más profunda» y fundamental. Esta dimensión testimonia una expresión más plena de aquel proyecto de vida que construimos ya en la juventud. La dimensión del don crea a la vez el perfil maduro de toda vocación humana y cristiana, como se dirá después.
Sin embargo, en este momento deseo hablaros del significado particular de las palabras que Cristo dijo a aquel joven. Y hago esto convencido de que Cristo las dirige en la Iglesia a algunos jóvenes interlocutores suyos de cada generación. También de la nuestra. Aquellas palabras significan en este caso una vocación particular dentro de la comunidad del Pueblo de Dios. La Iglesia halla el «sígueme» de Cristo al comienzo de toda llamada al servicio en el sacerdocio ministerial, que en la Iglesia católica de rito latino está unida simultáneamente a la responsable y libre elección del celibato. La Iglesia encuentra el mismo «sígueme» de Cristo al comienzo de la vocación religiosa en la que, mediante la profesión de los consejos evangélicos (castidad, pobreza y obediencia), un hombre o una mujer reconocen como suyo el programa de vida que el mismo Cristo realizó en la tierra por el reino de Dios. Al emitir los votos religiosos, estas personas se comprometen a dar un testimonio concreto del amor de Dios por encima de cualquier cosa y, a la vez, de aquella llamada a la uníón con Dios en la eternidad que se dirige a todos. No obstante esto, es necesario que algunos den un testimonio excepcional de tal llamada ante los demás.
Me limito a mencionar estos temas en la presente Carta, dado que han sido ya presentados ampliamente en otro lugar y en más de una ocasión. Los recuerdo aquí porque en el contexto del coloquio de Cristo con el joven adquieren una claridad particular, especialmente el tema de la pobreza evangélica. Los recuerdo también, porque el «sígueme» de Cristo, precisamente en este sentido excepcional y carismático, se hace sentir la mayoría de las veces ya en la época de la juventud; y, a veces, se advierte incluso en la niñez.
Ésta es la razón por la que deseo decir a todos vosotros, jóvenes, en esta importante fase del desarrollo de vuestra personalidad masculina o femenina: si tal llamada llega a tu corazón, ¡no la acalles! Deja que se desarrolle hasta la madurez de una vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. «La mies es mucha». Hay una gran necesidad de que muchos oigan la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una gran necesidad de que a muchos llegue la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una enorme necesidad de sacerdotes según el corazón de Dios. La Iglesia y el mundo actual tienen urgente necesidad de un testimonio de vida entregada sin reserva a Dios, del testimonio de este amor esponsal de Cristo, que de modo particular haga presente el Reino de Dios entre los hombres y lo acerque al mundo.
Permitidme pues completar aún las palabras de Cristo el Señor sobre la mies que es abundante. Sí, es abundante la mies del Evangelio, la de la salvación... «pero los obreros son pocos». Tal vez hoy se note esto más que en el pasado, especialmente en algunos países, así como también en algunos Institutos de vida consagrada y similares.
«Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies», continúa diciendo Cristo. Estas palabras, especialmente en nuestro tiempo, se convierten en un programa de oración y acción en favor de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Con este programa la Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes. Rogad también vosotros. Y si el fruto de esta oración de la Iglesia nace en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice: «Sígueme».
El proyecto de vida y la vocación cristiana
9. En el Evangelio estas palabras se refieren ciertamente a la vocación sacerdotal o religiosa, pero al mismo tiempo, nos permiten entender más profundamente la cuestión de la vocación en un sentido aún más amplio y fundamental.
Se podría hablar aquí de la vocación «de vida», que se identifica en cierto modo con el proyecto de vida, que cada uno de vosotros elabora en el período de su juventud. Sin embargo, «la vocación» dice todavía algo más que el «proyecto». En el segundo caso, es uno mismo el sujeto que elabora, y esto se corresponde más con la realidad de la persona, con lo que es cada una y cada uno de vosotros. Este «proyecto» es la «vocación», en cuanto en ella se hacen sentir los diversos factores que llaman. Estos factores componen normalmente un determinado orden de valores (llamado también «jerarquía de valores»), de los que brota un ideal a realizar, que es atractivo para un corazón joven. En este proceso la «vocación» se convierte en «proyecto», y el proyecto comienza a ser también vocación.
Pero dado que nos encontramos ante Cristo y basamos nuestras reflexiones en torno a la juventud sobre su coloquio con el joven, es menester precisar aún mejor la relación existente entre «el proyecto de vida» en relación con la «vocación de vida». El hombre es una criatura y, a la vez, un hijo adoptivo de Dios en Cristo: es hijo de Dios. Entonces la pregunta: «¿Qué me queda aún?» el hombre la hace durante la juventud no sólo a sí mismo y a las demás personas de las que espera una respuesta, especialmente a los padres y a los educadores, sino que la hace asimismo a Dios, como creador y padre. El hombre se hace esta pregunta en el ámbito de aquel particular espacio interior en el que ha aprendido a estar en estrecha relación con Dios, ante todo en la oración. El hombre pregunta pues a Dios: «¿Qué me queda aún?», ¿cuál es tu plan respecto a mí vida?, ¿cuál es tu plan creador y paterno?, ¿cuál es tu voluntad? Yo deseo cumplirla.
En este contexto el «proyecto» adquiere el significado de «vocación de vida», como algo que es confiado al hombre por Dios como tarea. Una persona joven, al entrar dentro de sí y a la vez al iniciar el coloquio con Cristo en la oración, desea casi leer aquel pensamiento eterno que Dios creador y padre tiene con ella. Entonces se convence de que la tarea que Dios le asigna es dejada completamente a su libertad y, al mismo tiempo, está determinada por diversas circunstancias de índole interior y exterior. La persona joven, muchacho o muchacha, examinando estas circunstancias, construye su proyecto de vida y a la vez reconoce este proyecto como la vocación a la que Dios la llama.
Así pues, deseo confiar a todos vosotros, jóvenes destinatarios de la presente Carta, este trabajo maravilloso que se une al descubrimiento, ante Dios, de la respectiva vocación de vida. Éste es un trabajo apasionante. Es un compromiso interior entusiasmante. Vuestra humanidad se desarrolla y crece en este compromiso mientras vuestra personalidad joven va adquiriendo la madurez interior. Os arraigáis en lo que cada uno y cada una de vosotros es, para convertirse en lo que debe llegar a ser: para sí mismo, para los hombres y para Dios.
Paralelamente al proceso de descubrir la propia «vocación de vida» debería desarrollarse la conciencia de en qué modo esta vocación de vida es al mismo tiempo una «vocación cristiana».
Hay que observar aquí que, en el periodo anterior al Concilio Vaticano II, el concepto de «vocación» se aplicaba ante todo respecto al sacerdocio y a la vida religiosa, como si Cristo hubiera dirigido al joven su «sígueme» evangélico únicamente para estos casos. El Concilio ha ampliado esta visual. La vocación sacerdotal y religiosa ha conservado su carácter particular y su importancia sacramental y carismática en la vida del Pueblo de Dios. Pero al mismo tiempo, la toma de conciencia, renovada por el Vaticano II, de la participación universal de todos los bautizados en la triple misión de Cristo (triá munera) profética, sacerdotal y real, así como la conciencia de la vocación universal a la santidad, hacen ciertamente que toda vocación de vida humana, al igual que la vocación cristiana, corresponda a la llamada evangélica. El «sígueme» de Cristo se puede escuchar a lo largo de distintos caminos, a través de los cuales andan los discípulos y los testigos del divino Redentor. Se puede llegar a ser imitadores de Cristo de diversos modos, o sea no sólo dando testimonio del Reino escatológico de verdad y de amor, sino también esforzándose por la transformación de toda la realidad temporal conforme al espíritu del Evangelio. Es aquí donde comienza también el apostolado de los seglares, inseparable de la esencia misma de la vocación cristiana.
Estas premisas son extremadamente importantes para el proyecto de vida, que corresponde al dinamismo esencial de vuestra juventud. Es preciso que examinéis este proyecto –independientemente del contenido concreto «de vida» del que se llenará– a la luz de las palabras dirigidas por Cristo al joven.
Es menester que reflexiónéis también –y muy seriamente– sobre el significado del bautismo y de la confirmación. En efecto, el depósito fundamental de la vida y de la vocación cristiana está contenido en estos dos sacramentos. De ellos parte el camino hacia la Eucaristía, que contiene la plenitud del don sacramental concedido al cristiano: toda la riqueza de la Iglesia se concentra en este Sacramento de Amor. A la vez, siempre en relación con la Eucaristía, hay que reflexionar sobre el tema del Sacramento de la penitencia, que tiene una importancia insustituible en la formación de la personalidad cristiana, especialmente si está unida a él la dirección espiritual, es decir, una escuela sistemática de vida interior.
Sobre estas cuestiones quiero hablar brevemente, aunque cada uno de los Sacramentos de la Iglesia tiene su definida y específica referencia a la juventud y a los jóvenes. Confío en que el tema sea tratado de modo detallado por otros, especialmente por los agentes de pastoral expresamente enviados a colaborar con la juventud.
La Iglesia misma –como enseña el Concilio Vaticano II– es «como un sacramento, o sea signo e instrumento de la uníón íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Toda vocación de vida, como vocación «cristiana», está arraigada en la sacramentalidad de la Iglesia: se forma, por lo tanto, mediante los sacramentos de nuestra fe. Son los que nos permiten, desde la juventud, abrir nuestro «yo» humano a la acción salvífica de Dios, es decir de la Santísima Trinidad. Nos permiten participar en la vida de Dios, viviendo al máximo una vida humana auténtica. De esta manera, la vida humana adquiere una dimensión nueva y, a la vez, su originalidad cristiana: la conciencia de las exigencias impuestas al hombre por el Evangelio se completa por la toma de conciencia de aquel don, que supera todo. «Si conocieras el don de Dios», dijo Cristo en su coloquio con la Samaritana.
«Gran sacramento esponsal»
10. Sobre esta vasta perspectiva que vuestro proyecto juvenil de vida adquiere en relación con la idea de la vocación cristiana, deseo dirigir la atención junto con vosotros, jóvenes destinatarios de la presente Carta, hacia el problema que, en cierto sentido, se encuentra en el centro de la juventud de todos vosotros. Éste es uno de los problemas centrales de la vida humana y es, a la vez, uno de los temas centrales de reflexión, de creatividad y de cultura. Éste es también uno de los principales temas bíblicos, al que personalmente he dedicado muchas reflexiones y análisis. Dios ha creado al ser humano hombre y mujer, introduciendo con esto en la historia del género humano aquella particular «duplicidad» con una completa igualdad, si se trata de la dignidad humana, y con una complementariedad maravillosa, si se trata de la división de los atributos, de las propiedades y las tareas, unidas a la masculinidad y a la femineidad del ser humano.
Por lo tanto, éste es un tema de suyo grabado en el mismo «yo» personal de cada uno y cada una de vosotros. La juventud es el período en el que este gran tema invade, de forma experimental y creadora, el alma y el cuerpo de cada muchacho o muchacha, y se manifiesta en el interior de la joven conciencia junto con el descubrimiento fundamental del propio «yo» en toda su múltiple potencialidad. Entonces, también en el horizonte de un corazón joven se perfila una experiencia nueva: la experiencia del amor, que desde el primer instante pide ser esculpido en aquel proyecto de vida, que la juventud crea y forma espontáneamente.
Todo esto posee cada vez su irrepetible expresión subjetiva, su riqueza afectiva e incluso, su belleza metafísica. Al mismo tiempo, en todo esto se contiene una poderosa exhortación a no falsear esta expresión, a no destruir esa riqueza y desfigurar esa belleza. Estad convencidos de que esta llamada viene del mismo Dios, que ha creado el ser humano «a su imagen y semejanza», concretamente «como hombre y mujer». Esta llamada brota del Evangelio y se hace notar en la voz de las jóvenes conciencias, si éstas han conservado su sencillez y limpieza: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Sí, a través de aquel amor que nace en vosotros –y quiere ser esculpido en el proyecto de toda la vida– debéis ver a Dios que es amor.
Por lo tanto os pido que no interrumpáis el diálogo con Cristo en esta fase extremadamente importante de vuestra juventud, más aún, os pido que os empeñéis todavía más. Cuando Cristo dice «sígueme», su llamada puede significar: «te llamo aún a otro amor»; pero muchas veces significa: «sígueme» a Mí que soy el esposo de la Iglesia, mi esposa...; ven, conviértete tú también en el marido de tu mujer..., conviértete en la esposa de tu marido. Convertíos ambos en participantes de aquel misterio, de aquel sacramento, del cual en la Carta a los Efesios se dice que es grande: grande «referente a Cristo y a la Iglesia».
Mucho depende del hecho de que vosotros, también en este camino sigáis a Cristo; que no huyáis de Él mientras tenéis este problema que consideráis justamente el gran acontecimiento de vuestro corazón, un problema que existe en vosotros y entre vosotros. Deseo que creáis y os convenzáis de que este gran problema tiene su dimensión definitiva en Dios, que es amor; en Dios, que en la unidad absoluta de su divinidad, es a la vez una comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Deseo que creáis y os convenzáis de que este vuestro «gran misterio» humano tiene su origen en Dios que es el Creador, que está arraigado en Cristo Redentor, que como el esposo «se ha donado totalmente», y a todos los esposos y esposas enseña a «donarse» de acuerdo con la plena capacidad de la dignidad personal de cada uno y cada una. Cristo nos enseña el amor esponsal.
Emprender el camino de la vocación matrimonial significa aprender el amor esponsal, día tras día, año tras año; el amor según el alma y el cuerpo, el amor que «es longánimo, es benigno, que no busca lo suyo... Todo lo excusa»; el amor, que «se complace en la verdad», el amor que «todo lo tolera».
Vosotros, jóvenes, precisamente tenéis necesidad de este amor si vuestro futuro matrimonio debe «superar» la prueba de toda la vida. Y, en concreto, esta prueba forma parte de la esencia misma de la vocación que, a través del matrimonio, intentáis grabar en el proyecto de vuestra vida.
Por ello, no ceso de pedir a Cristo y a la Madre del Amor Hermoso por el amor que nace en los corazones jóvenes. Muchas veces durante mi vida me ha sido posible acompañar, en cierto modo, más de cerca este amor de los jóvenes. Gracias a esta experiencia he comprendido cuán esencial es el problema que tratamos, aquí, cuán importante y grande es. Pienso que el futuro del hombre se decide en buena medida por los caminos de este amor, inicialmente juvenil, que tú y ella... O tú y él descubrís a lo largo de vuestra juventud. Ésta es –puede decirse– una gran aventura, pero es también una gran tarea.
Hoy los principios de la moral cristiana matrimonial son presentados de modo desfigurado en muchos ambientes. Se intenta importar a ambientes y hasta a sociedades enteras un modelo que se autoproclama «progresista» y «moderno». No se advierte entonces que en este modelo el ser humano, y sobre todo quizá la mujer, es transformado de sujeto en objeto (objeto de una manipulación específica), y todo el gran contenido del amor es reducido a mero «placer», el cual, aunque toque a ambas partes, no deja de ser egoísta en su esencia. Finalmente, el niño, que es fruto y encarnación nueva del amor de los dos, se convierte cada vez más en «una añadidura fastidiosa». La civilización materialista y consumista penetra en este maravilloso conjunto del amor conyugal –paterno y materno–, y lo despoja de aquel contenido profundamente humano que desde el principio llevó una señal y un reflejo divino.
¡Queridos jóvenes amigos! ¡No os dejéis arrebatar esta riqueza! No grabéis un contenido deformado, empobrecido y falseado en el proyecto de vuestra vida: el amor «se complace en la verdad». Buscadla donde se encuentra de veras. Si es necesario, sed decididos en ir contra la corriente de las opiniones que circulan y de los «slogans» propagandísticos. No tengáis miedo del amor, que presenta exigencias precisas al hombre. Estas exigencias –tal como las encontráis en la enseñanza constante de la Iglesia– son capaces de convertir vuestro amor en un amor verdadero.
Y si tengo que hacerlo en algún lugar, deseo repetir aquí de modo especial el deseo formulado al comienzo, es decir, que estéis «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere». La Iglesia y la humanidad os confían el gran problema del amor sobre el que se basa el matrimonio, la familia; es decir, el futuro. Esperan que sabréis hacerlo renacer; esperan que sabréis hacerlo hermoso, humana y cristianamente. Un amor humana y cristianamente grande, maduro y responsable

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