El encuentro de dos hermanas con lo desconocido
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La admiración entre hermanas
Daniela miraba a su hermana Roberta con admiración. Siempre había querido ser como ella: decidida, segura y positiva. Sabía que también gustaban de ella, pero la admiración por Roberta siempre había sido mayor. No sentía celos; por el contrario, sentía orgullo. Era su mayor admiradora y se reflejaba en ella en todo lo que hacía. Cuando Roberta tenía ganas de algo, era suficiente para que ella también las tuviera, y cuando Roberta se entristecía, ella también sentía lo mismo.
La unión inseparable
Las dos hermanas eran inseparables y se divertían mucho juntas, pues les agradaban las mismas cosas. Acostumbraban a jugar y correr por el césped del jardín y por la callejuela de acceso a su casa. También jugaban a la pelota, veían televisión, leían, entre otras actividades. Vivían en una bonita casa en la montaña, rodeada de naturaleza. Su madre las llevaba al colegio por las mañanas y las recogía por las tardes. Al llegar, tomaban un baño y hacían las tareas escolares; ambas eran muy aplicadas, y cuando una de ellas tenía una duda en alguna materia, la otra la ayudaba prontamente.
En aquellos tiempos, era muy difícil convivir con las personas y a veces Daniela se sentía incomprendida por todos. Sus padres eran cariñosos, pero dejaban traslucir su preferencia por Ricardo, el benjamín. La única persona que compartía sus anhelos, alegrías, tristezas y todo lo que sentía, era su hermana.
Roberta notó la mirada pensativa de su hermana y sonrió. Se sabía fundamental para ella, así como su hermana lo era para ella misma. Dani era tranquila y siempre la apoyaba. Era la fuerza que a ella le hacía falta, la racionalidad, los pies en la tierra. Si no hubiese sido así, con certeza todo habría sido muy diferente. Ambas se complementaban y nunca se separarían, por más que algunas personas así lo quisieran.
Una luz misteriosa
Una noche, Daniela despertó sobresaltada. Acostada en la cama, miró por la ventana y vio una fuerte luz azulada. Zamarreó a Roberta, sintiendo un escalofrío de miedo:
—Despiértate, Roberta.
Roberta refunfuñó, somnolienta:
—¿Qué pasa, Dani?
—Mira por la ventana —señaló Daniela.
Roberta se volvió hacia la dirección indicada y vio la luz. Se frotó el rostro y miró nuevamente, incrédula. Se quedó observando de pie, pensando.
—¿Qué vamos a hacer, Roberta?
—Bueno, creo que hay que ir a mirar de cerca —dijo Roberta, arreglándose el cabello.
Daniela miró a su hermana, asustada, pero no tenía nada que discutir; para ella, cualquier deseo de Roberta era una orden. Las dos se levantaron, se pusieron la bata y descendieron las escaleras, con el máximo cuidado posible para no despertar a los padres. La escalera, cubierta con una alfombra marrón, ayudaba a amortiguar el ruido. Roberta tomó las llaves que estaban en una jarra de cerveza conmemorativa, sobre el estante. Abrió la puerta y salieron al jardín.
—Creo que la luz está más pequeña —dijo Daniela.
—Mira con más atención; está más lejos, no más pequeña —contestó Roberta.
Un encuentro cercano
Se encaminaron en dirección a la luz, aproximándose cada vez más, atraídas por la curiosidad. Llegaron tan cerca que quedaron debajo de la luz. La luz azulada, que daba la impresión de ser fría, las envolvía. Sentían una temperatura cálida, acogedora, que provocaba cierta somnolencia. La luz, en lo alto, las impulsó hacia arriba, lentamente. Poco después vislumbraron un platillo volador en el cielo. Debido a la somnolencia y a la suavidad con que eran elevadas del suelo, no percibieron lo que estaba ocurriendo. Al llegar al platillo, fueron recibidas calurosamente. Estaban tontas de sueño y no lograban apreciar bien cómo eran esas personas. Fueron depositadas gentilmente sobre una hamaca y se durmieron. Daniela, que tenía el sueño más ligero, se despertó primero y despertó a su hermana.
—Vamos, levántate. ¿Será posible que siempre sea tan difícil despertarte? —dijo Daniela.
—Ah, déjame dormir. ¿Qué hora es? —balbuceó Roberta.
—Vamos, despierta. Quiero saber qué lugar es este —dijo Daniela, sacudiendo a su hermana.
Roberta abrió los ojos, desorientada.
—Vaya, estaba durmiendo tan bien que me olvidé de dónde estaba. Vamos a tratar de descubrir lo que pasó...
Se levantaron de la cama y caminaron por la salita. El suelo era oscuro, extremadamente liso y reflejaba su imagen. Se pusieron en puntas de pie para mirar a través de la escotilla. Encantadas, vieron a la Tierra del tamaño de un balón de fútbol.
—¿No es lindo, Dani?
—Es maravilloso. ¿Qué será lo que estamos haciendo aquí?
—Eso no lo sé, pero no tengo miedo, no sé explicar por qué. Las personas que nos llevaron nos trataron tan delicadamente que sólo puedo imaginar que desean nuestro bien.
—Tengo la misma sensación. Sólo estoy triste por nuestros padres; sé que van a extrañarnos...
—Mira ese monitor. ¡Son ellos! —advirtió Roberta.
El monitor, sobre una banca, enfocaba a los padres de las niñas en el jardín de su casa.
—Realmente están tristes, pero también parecen un poco aliviados —continuó Roberta.
—Es lo que te dije: éramos una carga muy pesada para ellos. Y tienen a Ricardo. Pronto, muy pronto van a superar todo esto.
—Pareces tan tranquila. La verdad, yo también lo estoy. Me siento tan liviana, tan segura, como nunca me sentí antes.
—Bueno, sólo nos queda relajarnos, esperar y ver lo que va a suceder.
El encuentro con los seres del platillo volador
Pasados unos minutos, la puerta se abrió deslizándose a un costado y una persona entró en el recinto, diciendo:
—Finalmente han despertado. Estábamos esperando ansiosamente este momento.
Daniela abrió los ojos como platos, asustada:
—Tú tienes... Tú tienes... Tienes... —Trémula, no logró terminar la frase.
Las dos cabezas del humanoide sonrieron.
—No sé por qué están tan asustadas; no hay motivo para estarlo.
Las hermanas siamesas se miraron y sonrieron.
No, realmente no había motivo.