Édouard Manet: Obras Maestras y su Impacto en el Arte Moderno
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En la Estación: El Ferrocarril (1872-73)
La fascinación por los temas de la vida moderna llevó a Édouard Manet a elegir como protagonista de este lienzo la estación de Saint-Lazare, adelantándose algunos años a la obra de Monet. El ferrocarril poseía el atractivo suficiente para hacer pensar a Manet que los maquinistas estaban dotados de una excepcional sangre fría. Las modelos empleadas fueron Victorine Meurent, de regreso en París tras una romántica escapada a América, y Suzanne, la hija del pintor Alphonse Hirsch, en cuyo jardín se realizó la obra, a excepción de los detalles, que se ejecutaron en el estudio. Por lo tanto, se puede considerar esta escena como casi plenairista, siguiendo los dictados del Impresionismo. Si bien es cierto que la estación se podía contemplar desde el estudio de Manet, en la rue Saint Petersbourg.
Las dos figuras aparecen en primer plano y sus siluetas se recortan sobre el humo blanco del tren y los barrotes. Victorine abandona la lectura para mirar al espectador, mientras la pequeña continúa observando la entrada del tren en la estación, mostrándose de espaldas. El interés por los contrastes de colores claros y oscuros sigue presente en la producción del artista, acentuados por la eliminación de las tonalidades intermedias. Su alta calidad como dibujante le permite mostrar las dos excelentes figuras, empleando una pincelada algo más suelta que de costumbre, aunque continúa interesándose por los detalles: el libro, el perrito, las flores del sombrero o los pendientes de ambas. Tras la verja aparecen las vías, las señales y los edificios a través del vapor, creándose así un interesante efecto atmosférico.
La obra fue presentada en el Salón de 1874, junto a otras dos que fueron rechazadas —Baile de máscaras en la ópera era una de ellas—, obteniendo numerosas críticas negativas, entre otras cosas por no saber a qué género artístico pertenecía. Aun así, recibió comentarios que alababan su especial interés por la luz.
Torero Muerto (1864-65)
Manet envió al Salón de 1864 dos obras: Cristo muerto con dos ángeles y La Corrida. Las durísimas críticas que recibió esta última, especialmente respecto a la perspectiva empleada, llevaron al autor a dividir el lienzo en varios fragmentos, conservándose sólo dos en la actualidad. El Torero muerto es el más significativo, mientras que La Corrida de la Frick Collection de Nueva York muestra la escena del fondo, ejecutada con mayor soltura. La figura del torero en escorzo fue acusada de parecer de madera, a pesar del interés que muestra Manet por conseguir la sensación de realismo. Quizá se inspiró en un Soldado muerto, atribuido erróneamente a Velázquez, que pudo contemplar en las reproducciones fotográficas de la época.
De nuevo el personaje se recorta sobre un fondo neutro —la arena del coso taurino— y es iluminado por un potente foco de luz que apenas crea sombra, influencia de la estampa japonesa y muy habitual en el Impresionismo. También recurre a los ya tradicionales contrastes entre blancos y negros —que también veíamos en Almuerzo en la hierba o la Olimpia—, obteniendo un juego de tonalidades que llama la atención del espectador. No debemos olvidar una referencia al exquisito dibujismo que nos muestra Manet, sobre todo en los contornos y el volumen de la figura. Destaca la calidad de las telas, la seda de las medias y de la capa. Orgulloso de su figura, el maestro la presentó en su exposición individual de 1867 con el título de Hombre muerto.
Muchachas en el Balcón (1868-69)
Intentando conquistar el éxito en el Salón de París tantas veces denegado, Manet envió en el año 1869 dos obras de claro carácter costumbrista: Almuerzo en el estudio y El Balcón. Con ellas obtuvo las consabidas críticas de los jurados, teniendo una amplia aceptación entre los artistas jóvenes. Para esta escena empleó a personas de su entorno como Berthe Morisot —también pintora, a la que conoció en el Louvre y que se convertiría en su cuñada— sentada y mirando a la calle; con una sombrilla aparece la violinista Fanny Claus, acompañante musical de su esposa, Suzanne Leenhoof; tras ellas vemos al pintor Antoine Guillemet fumando un cigarrillo; en la oscuridad, un joven —identificado con su hijo Léon Köella— lleva una bandeja con comida, repitiendo la misma figura de la obra Caballeros españoles.
El Balcón debe mucho a la obra de Goya titulada Majas en el balcón, que vio Manet durante su estancia en Madrid. En ese viaje se relacionó con el pintor costumbrista madrileño Eugenio Lucas, uno de los pocos continuadores de la pintura de Goya y gran especialista en escenas de majas en un balcón. La obra goyesca era una clara alusión crítica al mundo de la prostitución, mientras que la de Manet es una imagen estrictamente moderna, sin ninguna otra pretensión. Al mezclar en la misma escena los conceptos de modernidad y tradición, el pintor francés sigue la línea trazada en sus primeros cuadros como El Bebedor de absenta.
Los colores blancos contrastan con los negros, recurso que Manet repite de manera incesante en sus escenas. Sin embargo, se debe añadir aquí la aparición de una de las primeras muestras de la influencia del Impresionismo, al aplicar una tonalidad malva a las sombras que se producen en la parte baja de la composición, en perfecta sintonía con la decoración del macetero o las flores. La atracción por lo oriental también se encuentra presente en el rostro de la violinista, que parece inspirado en una estampa japonesa. Las tres figuras se recortan sobre un fondo neutro como medio de obtener mayor sensación volumétrica, acentuada al colocar a los personajes en planos paralelos que se alejan. La sensación atmosférica es un homenaje a Velázquez, empleando una pincelada vibrante como el sevillano en Las Meninas. Sin embargo, esa pincelada suelta no le impide plasmar con detalle los elementos de la escena.