San Agustín: Filosofía, Ética y Política en 'La Ciudad de Dios'
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Dios y la Creación según San Agustín
La doctrina del ejemplarismo se complementa con la teoría, de origen estoico, de las razones seminales. En el momento de la creación, Dios depositó en la materia una especie de semillas, las razones seminales, que, dadas las circunstancias necesarias, germinarían, dando lugar a la aparición de nuevos seres que se irían desarrollando con posterioridad al momento de la creación.
El Hombre y la Moral en la Filosofía Agustiniana
El ser humano es un compuesto de cuerpo (materia) y alma (forma). La realidad más importante es el alma, dentro de la más estricta tradición platónica, concibiendo el cuerpo como un mero instrumento del alma. El alma lleva a cabo sus funciones mediante tres facultades:
- Memoria: que hace posible la reflexión.
- Entendimiento: que permite la comprensión (incluye la razón inferior y la razón superior).
- Voluntad: que permite el amor.
El alma es una sustancia espiritual, simple, indivisible e inmortal. Los argumentos para defender la inmortalidad proceden del platonismo: siendo el alma de naturaleza simple no puede descomponerse. San Agustín negó la teoría platónica de la preexistencia del alma y explica su origen mediante la teoría del traducianismo, según la cual, el alma se transmite de padres a hijos al ser generada por los padres, igual que éstos generan el cuerpo (de este modo se podría explicar la transmisión del pecado original).
La Ética Agustiniana y la Búsqueda de la Felicidad
La ética agustiniana considera la conquista de la felicidad como fin último de la conducta humana. El fin último del ser humano consiste en la salvación, objetivo inalcanzable en esta vida, dado el carácter trascendente de la naturaleza humana, dotada de un alma inmortal, por lo que sólo podrá ser alcanzado en la otra vida. Al estar estrechamente unida al cuerpo, el alma del hombre se halla en una condición oscilante y ambigua entre la luz (Dios, el bien) y la oscuridad (el mal, el pecado). Pero Agustín no responsabiliza a Dios del mal que hay en el mundo. La solución agustiniana al problema del mal se alejará del maniqueísmo, para quien el mal era una cierta forma de ser que se oponía al bien. San Agustín adopta la tesis neoplatónica que sostiene que el mal no es ser sino defecto o ausencia de ser y de bien. Dios nos ha dado el libre albedrío para poder elegir hacer el bien y esa es la razón de que se castigue con justicia al que lo usa para pecar. Como consecuencia del pecado original y por estar el hombre sujeto al dominio del cuerpo, es difícil que elija dejar de pecar. Por ello, sólo la libertad, entendida como una gracia divina que nos empuja a hacer exclusivamente el bien, puede redimirlo de su condición y hacerlo merecedor y capaz de buenas obras.
La Política y la Sociedad en 'La Ciudad de Dios'
En cuanto a la sociedad y la política, San Agustín expone sus reflexiones en La ciudad de Dios, obra escrita para defender al cristianismo de la acusación formulada por los paganos de que la religión cristiana era la principal responsable de la decadencia y desaparición del Imperio Romano. En esa obra, San Agustín intenta explicar tales hechos partiendo de la concepción de la historia como el resultado de la lucha de dos ciudades, la del Bien (Ciudad de Dios) y la del Mal (Ciudad terrenal).
Las Dos Ciudades: Terrena y de Dios
- La Ciudad Terrena: basada en el predominio de los intereses mundanos, formada por aquellos hombres que se aman exclusivamente a sí mismos y llegan hasta el desprecio de Dios.
- La Ciudad de Dios: basada en el predominio de los intereses espirituales, formada por aquellos hombres que aman a Dios por encima de sí mismos. Está representada por la Iglesia visible (jerarquía eclesiástica) e invisible (comunidad de fieles) y, por último, como culminación, por el imperio cristiano.
La lucha entre las dos ciudades continuará hasta el final de los tiempos, en que la Ciudad de Dios triunfará sobre la terrenal, apoyándose San Agustín en los textos sagrados del Apocalipsis. San Agustín admitió la legitimidad del Estado para exigir al cristiano obediencia a las leyes civiles (de acuerdo con la máxima evangélica de dar al César lo que del César y a Dios lo que es de Dios). Sin embargo, su obra es el punto de partida de una reivindicación que será fuente de constantes conflictos históricos: la supremacía del poder espiritual sobre el temporal, es decir, la superioridad del poder del Pontífice sobre el Emperador.