Relatos y vivencias en el Cauca: Un retrato de amor y costumbres
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Relatos y vivencias en el Cauca: Un retrato de amor y costumbres
Espero no volver a ocasionarte un viaje tan peligroso como el de anoche. Yo pensé en eso y en tantas cosas que podían sucederte por causa mía.
—¿Esto llamas...?
Tú y él al regreso habéis tenido que aguardar dos horas para que bajase el río.
—¿No te ha dicho el doctor que no tendré ya novedad?
—¿Qué habría hecho yo si...
—repliqué sonriéndome.
—añadió casi en secreto, aparentando examinar los hermosos encajes de los almohadones.
—Será que no merezco que seas como eres conmigo.
—¿Por qué, entonces?
—¿Quieres permitirme te mande que no hables más de eso?
—¿Sabes tú si es cierto que se casa una de sus hijas?
—¿Cazas tú osos?
No ignoras que pronto la familia necesitará de tu apoyo, con mayor razón después de la muerte de tu hermano.
Sabes la opinión del médico, opinión que merece respeto por ser Mayn quien la da; te es conocida la suerte de la esposa de Salomón: ¿si nosotros consintiéramos en ello, te casarías hoy con María?
Mi padre, enternecido tal vez por esas lágrimas y acaso también por la resolución que en mí encontraba, conociendo que la voz iba a faltarle, dejó por unos instantes de hablar.
Inútiles son para ti más explicaciones: siguiendo esa conducta, puedes salvar a María; puedes evitarnos la desgracia de perderla.
Mas si ella muere antes de casarse, debe pasar aquél a manos de su abuela materna, que está en Kingston.
Creyendo yo concluida nuestra conferencia, me puse en pie para retirarme; pero él, volviendo a ocupar su asiento e indicándome el mío, reanudó su discurso así.
Todo te será fácil después de lo pactado entre nosotros.
Mía o de la muerte, entre la muerte y yo, un paso más para acercarme a ella, sería perderla; y dejarla llorar en abandono, era un suplicio superior a mis fuerzas.
—¿Dónde está ella ahora, ahora que ya no palpitas; ahora que los días y los años pasan sobre mí sin que sepa yo que te poseo?
—le pregunté.
—Vete a la montaña y dile a José que no me espere hoy.
Todas las aves, lujo del huerto en las mañanas alegres, callaban, y solamente los pellares revoloteaban en los prados vecinos, saludando con su canto al triste día de invierno.
A la media hora, turbios y estrepitosos arroyos descendían peinando los pajonales de las laderas del otro lado del río, que acrecentado, tronaba iracundo y se divisaba en las lejanas revueltas amarillento, desbordado y undoso.
Cuando el viejo amigo se cansaba de la inacción y el silencio, que le eran antipáticos a pesar de sus achaques, se me acercaba, y recostando la cabeza sobre una de mis rodillas, me miraba cariñoso, para alejarse después y esperarme a algunas varas de distancia en el sendero que conducía a la casa; y en su afán porque emprendiésemos marcha, una vez conseguido que yo le siguiera, se propasaba hasta dar algunos brincos de alegría, juveniles entusiasmos en que a más de olvidar su compostura y senil gravedad, salía poco airoso.
—¿Qué es lo que te causa esa profunda tristeza que no puedes dominar ni en los pocos ratos que pasas en sociedad con la familia, y que te hace buscar constantemente la soledad, como si te fuera ya enojoso el estar con nosotros?
Nada habían llegado a ser para mí delante de aquella propuesta los fatales pronósticos del doctor sobre la enfermedad de María; nada la necesidad de separarme de ella por muchos años.
Apenas habrá visto ella dos veces a tu amigo: justamente una en que estuvo aquí él algunas horas, y otra en que fuimos a visitar a su familia.
Me parece que bien vale la pena de esperar.
¡Yo, que creí darte una grande alegría y remediarlo todo haciéndote saber lo que Mayn nos dijo ayer al despedirse!
—¿No será siempre mi hermana?
—Ahora que venía a hablarte de eso, asustada por el sufrimiento que la pobrecita trata inútilmente de ocultarme.
Dígame qué debo hacer para remediar lo que ha encontrado usted reprobable en mi conducta.
—¿No deseas que la quiera tanto como a ti?
El doctor asegura que el mal de María no es el que sufrió Sara.
—pregunté enajenado.
—agregué—; es necesario que lo sepa Carlos.
Mi madre me miró con extrañeza antes de responderme:
—¿Y por qué se le había de ocultar? Es forzoso que yo manifieste a María el motivo real de tu tristeza.
He incurrido en un error, que tal vez me ha hecho sufrir más a mí que a ella, y debo remediarlo; le prometo a usted que lo remediaré: le exijo solamente dos días para hacerlo como se debe.
—¿Está usted otra vez satisfecha de mí?
—Hasta la tarde, pues: darás finos recuerdos a las señoras, de parte mía y de las muchachas.
Extrañó verme con semblante risueño.
—A ver a Emigdio, que se queja de mi inconstancia en todos los tonos, siempre que me encuentro con él.
—¿Inconstante tú?
—¡Pobre!
Pero si la hermana de Emigdio estuviese al corriente de...
—Mírate al espejo y dime si no has quedado muy bien.
—exclamé oyendo la voz de María que llamaba a mi hermana.
—Que está imposible.
—Di a su padre que puedo preparar el potrero de Guinea para que hagamos la ceba en compañía; pero que su ganado debe estar listo, precisamente, el quince del entrante.
María, desde el jardín y al pie de mi ventana, entregaba a Emma un manojo de montenegros, mejoranas y claveles; pero el más hermoso de éstos por su tamaño y lozanía, lo tenía ella en los labios.
Entregóme las flores, dejando caer algunas a los pies, las cuales recogió y puso a mi alcance cuando sus mejillas estaban nuevamente sonroseadas.
—Hasta la tarde.
Vencida la resistencia que oponían los goznes y eje enmohecidos y la más tenaz aún del pilón, compuesto de una piedra tamaña enzurronada, la cual, suspendida del techo con un rejo, daba tormento a los transeúntes manteniendo cerrado aquel aparato singular, me di por afortunado de no haberme atascado en el lodazal pedregoso, cuya antigüedad respetable se conocía por el color del agua estancada.
Ambos llevaban sombrero de junco, de aquéllos que a poco uso se aparaguan y toman color de techo pajizo.
En gritos y carreras estaban cuando me apeé bajo el alar de la casa, despreciando las amenazas de dos perrazos inhospitalarios que se hallaban tendidos bajo los escaños del corredor.
En cambio habíase mejorado notablemente la cría de ganado menor, de lo cual eran prueba las cabras de varios colores que apestaban el patio; e igual mejora observé en la volatería, pues muchos pavos reales saludaron mi llegada con gritos alarmadores, y entre los patos criollos o de ciénaga, que nadaban en la acequia vecina, se distinguían por su porte circunspecto algunos de los llamados chilenos.
—Te voy a matar del gusto: te traigo la cosa más linda».
Es una insensatez pretender describirlo.
Aquella flacura; aquellas patillas enralecidas y lacias, haciendo juego con la cabellera más desconsolada en su abandono que se haya visto; aquella tez amarillenta descaspando las asoleadas del camino; el cuello de la camisa hundido sin esperanza bajo las solapas de un chaleco blanco cuyas puntas se odiaban; los brazos aprisionados en las mangas de una casaca azul; los calzones de cambrún con anchas trabillas de cordobán, y los botines de cuero de venado alustrado, eran causa más que suficiente para exaltar el entusiasmo de Carlos.
Me apresuré a descargarlo de todo, aprovechando un instante para mirar severamente a Carlos, quien tendido en una de las camas de nuestra alcoba, mordía una almohada llorando a lágrima viva, cosa que por poco me produce el desconcierto más inoportuno.
—¿Qué te parece la que me han hecho hoy?
—Es necesario que críes correa.
—rió más que preguntó Carlos.
—Estaba por no contarles.
—insistió el implacable Carlos, echándole un brazo sobre los hombros—; cuéntanos.
Los cigarros de Ambalema le parecieron inferiores a los que aforrados en hojas secas de plátano y perfumados con otras de higo y de naranjo picadas, traía él en los bolsillos.
En la calle era diferente, pues nos veíamos en la necesidad de abandonarlo a su propia suerte, o sea a la jovial impertinencia de los talabarteros y buhoneros, que corrían a sitiarlo apenas lo divisaban, para ofrecerle sillas chocontanas, arretrancas, zamarros, frenos y mil baratijas.
—Me admira verte a ti pensando tan sólo en tus estudios.
Y se puso a lavarse las manos, que tenía ensangrentadas, en la acequia del patio.
—le pregunté después de nuestros saludos.
—Quién sabe si logremos que las muchachas salgan, porque se han vuelto más cerreras cada día.
—gritó; y a poco se presentó un negrito medio desnudo, pasas monas, y un brazo seco y lleno de cicatrices.
—pregunté.
—No sirve ya sino para cuidar los caballos.
La sopa de tortilla aromatizada con hierbas frescas de la huerta; el frito de plátanos, carne desmenuzada y roscas de harina de maíz; el excelente chocolate de la tierra; el queso de piedra; el pan de leche y el agua servida en antiguos y grandes jarros de plata, no dejaron qué desear.
Con lo cual, después de dos o tres corcovos que no lograron ni mover siquiera al caballero en su silla chocontana, monté y nos pusimos en marcha.
Desembuchó cuanto sabía respecto a las pretensiones matrimoniales de Carlos, con quien había reanudado amistad desde que volvieron a verse en el Cauca.
—acabó por preguntarme.
—¿No lo has visto?
—Te voy a decir una cosa, si me ofreces no chamuscarte.
Soltó una carcajada y prosiguió:
—Lo digo porque ese don Jerónimo, padre de Carlos, tiene más cáscaras que un siete-cueros y es bravo como un ají chivato. El día que lo encuentra tenemos que ponerle por la noche fomentos de hierba mora y darle friegas de aguardiente con malambo.
La exigua figura del rico propietario estaba decorada así: zamarros de león raídos y con capellada; espuelas de plata con rodajes encascabeladas; chaqueta de género sin aplanchar y ruana blanca recargada de almidón; coronándolo todo un enorme sombrero de Jipijapa, de ésos que llaman cuando va al galope quien los lleva: bajo su sombra hacían la tamaña nariz y los ojillos azules de don Ignacio, el mismo juego que en la cabeza de un paletón disecado, los granates que lleva por pupilas y el prolongado pico.
—¿No quiere entrar a divertirse un rato?
—¡A la cola!
—Usted, por lo que veo, siquiera no usa esas cosas.
A cada uno de esos gritos seguía un berrido, y hacía don Ignacio con su cortaplumas una muesquecilla más en una varita de guásimo que le servía de foete.
Hacia el interior de la selva oímos de rato en rato el trino melancólico de las chilacoas.
—El hombre debe oler a chivo.
—Se te volvería la boca agua: sus ojos son capaces de hacer ver a un ciego; tiene la risa más ladina, los pies más lindos, y una cintura que...
—¿Y Carlos tiene noticia de todo eso?
—La fortuna es que Zoila vive en San Pedro y no va a Buga sino cada marras.
Mi padre había montado para ir a visitar los trabajos.
—Madrugue mucho mañana, porque la cosa está segura.
—¡Si se han regado todos!
—José te dejó un recado con nosotras.
—El café estará ya frío.
—Está bueno —añadió tocando la taza.
—¿Te vas, pues?
—¿Quieres oírme?
—contestó haciendo sonar los pistones dentro de la cajita.
—Yo también estoy contenta.
—Pero con una condición —añadió después de una corta pausa.
—¿No es muy fácil?
—le dije en voz baja y conmovida.
—le dije.