Relato Íntimo de Pérdida y Recuerdo: Un Viaje a Través del Dolor
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Me hizo casi en secreto y con su más suave voz, muchas preguntas para cerciorarse de si estaba aliviado.
-le dije cuando el recuerdo aún confuso de la última vez en que la había visto, vino a mi memoria.
¿A qué he venido?
-me interrumpió humedeciendo mi cuello con sus lágrimas.
Así que mi madre se durmió rendida por el cansancio, supe que hacía algo más de veinticuatro horas que me hallaba en casa.
Pero en aquellos sitios debía esperarme ella: allí estaban los tristes presentes de su despedida para mí que no había volado a recibir su último adiós y su primer beso antes que la muerte helara sus labios.
Así, recomendada para romper el dique de mis lágrimas, no tuvo más tarde cómo enjugarlas, y mezclando las suyas a las mías pasaron esas horas dolorosas y lentas.
-le preguntó Emma abrazándola-: yo quería acompañarte como ayer.
Ayúdame a andar.
Mira cuántos botones tiene: tú le pondrás a la Virgen los más hermosos que vayan abriendo.
Tú le dirás que lo cuidé mientras pude -dijo volviéndose a Emma, que lloraba con ella.
¿No es verdad que te sientes mejor?
Ahora sí vámonos.
Estaba de codos en la ventana, y los bucles desordenados de la cabellera casi le ocultaban el rostro.
Tú, tan obediente a las prescripciones del doctor, vas así a hacer infructuosos todos sus cuidados y los nuestros: hace dos días que no eres ya dócil como antes.
¿morirte cuando Efraín va a llegar?...
que me espantaba más su soledad que la muerte misma, y...
Los sollozos de mi madre, mis hermanas y las hijas del montañés acompañaron la oración.
Tomólo mi madre en sus brazos y lo sentó en el lecho.
-preguntó el inocente reclinando la cabeza en el mismo almohadón en que descansaba la de María, y tomándole en sus manitas una de las trenzas como lo acostumbraba para dormirse.
Estaba como dormida; pero dormida para siempre... ¡sin que mis labios hubiesen aspirado su postrer aliento, sin que mis oídos hubiesen escuchado su último adiós, sin que algunas de tantas lágrimas vertidas por mí después sobre su sepulcro, hubiesen caído sobre su frente!
¡muerta sin haber exhalado una queja!
Sombreábanle la garganta las trenzas medio envueltas en una toca de gasa blanca, y entre las manos, descansándole sobre el pecho, sostenía un crucifijo.
La brisa de la noche, perfumada de rosas y azahares, agitaba las llamas de los cirios, gastados ya.
¡ya no estaba allí!
¡humilde y silencioso como el de Nay!
Sentado en el salón, en medio de Emma y mi madre y rodeado de los niños que aguardaban en vano sus caricias, dio rienda a su dolor, haciéndose necesario que mi madre procurase darle una conformidad que ella misma no podía tener.
¿Así le cumpliré mis promesas?
Era de noche ya y Juan dormía sobre mis rodillas, costumbre que había contraído desde mi regreso, porque acaso adivinaba instintivamente que yo procuraba reemplazarle en parte el amor y los maternales cuidados de María.
¿Quién debe hacerlo si no eres tú?
¡Aún persiste en mi oído su acento al pronunciar aquel adiós!
Miróme como asustado con la orden que recibía; pero viéndome doblar hacia la derecha, me siguió tan de cerca como le fue posible, y poco después lo perdí de vista.
Estaba al fin inmediato al huerto confidente de mis amores: las palomas y los tordos aleteaban piando y gimiendo en los follajes de los naranjos: el viento arrastraba hojas secas sobre el empedrado de la gradería.
Seguíale trabajosamente Mayo: la vista de ese animal, amigo de mi niñez, cariñoso compañero de mis días de felicidad, arrancó gemidos a mi pecho: presentándome la cabeza para recibir un agasajo, lamía el polvo de mis botas, y sentándose a mis pies, aulló dolorosamente.
Entré al salón, y dando algunos pasos en él sin que mis ojos nublados pudiesen distinguir los objetos, caí en el sofá donde con ella me había sentado siempre, donde por vez primera le hablé de mi amor.
¡el silencio sordo a mis gemidos, la eternidad muda ante mi dolor!
Un grito se escapó de mi pecho, y una sombra me cubrió los ojos al desenrollarse entre mis manos aquellas trenzas que parecían sensibles a mis besos.
A la orilla del abismo cubierto por los rosales, en cuyo fondo informe y oscuro blanqueaban las nieblas y tronaba el río, un pensamiento criminal estancó por un instante mis lágrimas y enfrió mi frente...
¿Dónde están?
Después de que Braulio recibió mi abrazo, Tránsito puso en mis rodillas un precioso niño de seis meses, y arrodillada a mis pies sonreía a su hijo y me miraba complacida acariciar el fruto de sus inocentes amores.
¡no volveré a oírlos!
Aquellas líneas borradas por mis lágrimas y trazadas cuando tan lejos estaba de creer que serían mis últimas palabras dirigidas a ella; aquellos pliegues ajados en su seno, fueron desplegados y leídos uno a uno; y buscando entre las cartas de María la contestación a cada una de las que yo le había escrito, compaginé ese diálogo de inmortal amor dictado por la esperanza e interrumpido por la muerte.
La lámpara se había consumido; por la ventana penetraba el viento frío de la madrugada; mis manos estaban yertas y oprimían aquellas trenzas, único despojo de su belleza, única verdad de mi sueño.
José interrumpió el silencio que siguió a esa oración solemne para recitar una súplica a la protectora de los peregrinos y navegantes.
De las horas de felicidad que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el recuerdo; de María, los dones que me había dejado al borde de su tumba.
En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: «María...».
demasiado elocuente respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis brazos oprimían y mis lágrimas bañaban.
Púseme en pie para colgarla de la cruz, y volví a abrazarme a los pies de ella para darle a María y a su sepulcro un último adiós...
Estremecido, partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche.Yo Yacel Concepción de los Santos decreto tomar