Relación entre Fe y Razón: Perspectiva desde los Concilios Vaticanos

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Conocimiento, Fe y Razón

Antes de hablar de la fe y la razón, conviene introducir una pequeña reflexión sobre la inteligencia. Si utilizamos el marco conceptual de la filosofía de X. Zubiri, tenemos que introducir una distinción entre inteligencia y razón. La inteligencia es la nota radical del hombre, por la cual este está abierto al ámbito de la fundamentalidad. La inteligencia es apertura al campo de la realidad. Zubiri la denomina aprehensión primordial de realidad. Pues bien, la inteligencia, en un segundo momento, se modula como lógos y este, a su vez, se realiza y ejerce como razón. De esta manera, la razón nos aparece como una modulación de la inteligencia. En concreto, como intellectus quaerens, inteligencia en búsqueda de la verdad de las cosas reales.

Cuando hablamos de razón, no entendemos referirnos a una razón intemporal y abstracta, sino de la razón en ejercicio, dentro de una situación, en función de unos, llamémoslo así, objetos peculiares y con unos intereses concretos. Es decir, se trata de la razón en tanto en cuanto tiene que ver con la fe cristiana.

En el par fe/razón caben distintos planteamientos. En primer lugar, la fe puede contraponerse a la razón, y viceversa, en el sentido de entender la fe como algo sobrenatural y que estaría fuera del ámbito categorial del espacio-tiempo y, por tanto, fuera del ámbito de la razón.

Desde otro punto de vista, la razón se entiende a sí misma como razón crítico-empírica, en la que se entiende por experiencia aquello susceptible de ser experimentado científicamente. El ámbito de lo que no es circunscribible científicamente (en el sentido antedicho) le resulta incomprensible, sinsentido respecto de la realidad de los hechos empíricos. Para esta razón, la fe se muestra en oposición a la actitud racional porque se sustrae a su examen y, por tanto, es irracional.

Sin embargo, la fe cristiana afirma la experiencia de lo sobrenatural en la experiencia natural o mundanal humana, concretada en un suceso histórico: Jesús de Nazaret, el Cristo. Es decir, afirma la inmanencia de la trascendencia en el contexto de la experiencia mundanal-natural histórica. Por lo tanto, postula una no contradicción entre la fe y la razón, situando el par fe/razón en el contexto de la relación entre naturaleza y gracia, entre lo natural y lo sobrenatural.

Hay, pues, dos modos básicos de afrontar la relación fe/razón: o bien como un par de opuestos, que nos llevaría a un extrinsecismo fideísta o a un racionalismo positivista; o bien como una implicación de lo sobrenatural en lo natural y una apertura de lo natural hacia lo sobrenatural. Esta implicación y apertura abarcan los aspectos psicosomáticos, comunitarios, históricos, lingüísticos, etc., de la naturaleza humana. Aquí se parte de esta segunda posición, en la que habrá que incluir el par fe/razón en la relación natural/sobrenatural, o mejor: naturaleza/gracia.

Evolución Histórica del Problema

En el año 543, el sínodo constantinopolitano condena, contra Orígenes, toda negación de la incomprensibilidad de Dios, reafirmando un apofatismo en nuestro hablar de Dios. Pero al mismo tiempo que se afirma la santidad inefable de Dios, se subraya su presencia y acción en la creación (DS 410). Durante el primer milenio, el peligro estuvo en admitir una diarquía en Dios, en escindir de un modo gnóstico y maniqueo la monarquía del Padre en un doble principio supremo: el bien y el mal, la salvación y la creación. Fue el platonismo cristiano el que integró la razón contemplativa y la fe cristiana (San Agustín).

En cambio, en el segundo milenio, el peligro estuvo en negar la diferencia entre el Creador y la criatura, entre Dios y el mundo. Es el monismo panteísta, tanto de signo espiritualista como idealista. En principio, el aristotelismo cristiano propuso una subordinación moderada de la razón a la fe (Santo Tomás). Pero al principio de la Edad Moderna se produjo una escisión entre la razón y el mundo, que llevará a una escisión entre la razón y la fe. Es la vía que se inicia en Descartes y culmina en el idealismo materialista y cientificista.

Para Descartes, la razón, o mejor el cogito, es lo consistente y en él descansa la seguridad verdadera. Solo cuando este cogito encuentra en sí mismo la idea de Infinito llega hasta Dios y, a través de él, reconstruye el mundo. En Kant, más tarde, este cogito pasa a ser una razón pura cerrada en los límites del mundo fenoménico, dentro del espacio y tiempo absolutos. En Hegel, la razón se convierte en un absoluto que se despliega dialécticamente en la historia para reconquistarse a sí mismo. Más tarde, el idealismo hegeliano dará origen, por una parte, al materialismo dialéctico e histórico y, por otra, al positivismo cientificista y, entroncando con el racionalismo kantiano, al neopositivismo. A lo largo de todo este proceso, al que coadyuvan otros intereses y avatares históricos, Dios y el Mundo, lo natural y lo sobrenatural, la fe y la razón quedan separados y opuestos en un enfrentamiento que parece irreconciliable.

El Concilio Vaticano I

En el siglo pasado, se produce dentro de la Iglesia un movimiento subjetivista que pretendía reconciliar la fe y la razón, dentro de los parámetros mentales del positivismo. Para ello, proponían una subordinación exagerada de la razón a la fe, dando lugar al fideísmo, o bien un sometimiento de la fe al control de la razón crítica, como hace el racionalismo.

El Concilio Vaticano I rechazó tanto el fideísmo como el racionalismo. Y lo hizo con un doble movimiento. De una parte, integrando la fe y la razón y, de otra, diferenciando la realidad de Dios y el mundo creado, el orden natural y el sobrenatural. Ambos son distintos, pero no incompatibles ni contradictorios. El Vaticano I sostiene la posibilidad de afirmar la existencia de Dios a partir de la realidad creada, gracias a la luz natural de la razón humana, pero de hecho el hombre llega hasta Dios a partir de la Revelación, gracias a la luz de la fe. No hay contradicción ni oposición entre esta luz de la razón y la luz de la fe, sin por ello anular su diferencia. El Misterio supera la razón, pero no la contradice.

En el Concilio Vaticano I se trataba de responder tanto al racionalismo como al fideísmo. La fe no es el resultado de un proceso natural, pero sí es razonable. No se trata, pues, de demostrar de hecho la existencia de Dios por medio de un razonamiento lógico-empírico, sino de afirmar la credibilidad de la fe cristiana. De hecho, Dios ayuda con su gracia a todo hombre que busca la fe o la analiza.

Por eso, una afirmación científica, de suyo, no es ni puede ser directamente contradictoria con lo afirmado en la fe. Solo lo sería si se presenta ilegítimamente dicha proposición científica como si fuera una proposición directamente referida a la fe, o bien cuando las verdades de fe no son correctamente entendidas.

En consecuencia, el Concilio Vaticano I ve la revelación en estrecha conexión con la razón humana. El capítulo sobre la Revelación comenzaba por ello hablando del conocimiento natural de Dios, pero sin olvidar su carácter salvífico. La revelación es una comunicación de Dios que supera la manifestación divina en la creación. La revelación es una autocomunicación de Dios mismo y de los eternos decretos de su voluntad. Con todo, el acento recae sobre el contenido de lo revelado. El hecho de la revelación es, pues, entendido como un evento informativo. La fe sería, por tanto, un acto de obediencia a Dios revelante, en el que la razón ofrece le ofrece un homenaje de sumisión. La fe es una virtud sobrenatural que consiste en tener por verdadero lo que Dios ha revelado. Vemos así como el Concilio Vaticano I, debido al contexto histórico e intelectual en el que se desarrolla, tiene una concepción intelectualista y teórico-pedagógica de la revelación y la fe.

La perspectiva del Vaticano I arranca del deísmo del siglo XVIII, que afirma que el hombre debe abandonarse a una religión natural descubierta por la razón (Voltaire, Rousseau), lo cual excluye una revelación positiva. La constitución De Fide Catholica fue la que requirió mayores esfuerzos en su elaboración. Casi podría decirse que es un texto premonitorio. Los problemas que aborda, aun cuando lo haga desde un contexto distinto, prologan los del Vaticano II. Se plantearon entonces la relación Dios/Mundo, Fe/Razón, Iglesia/Cultura, la disyuntiva entre conservar o acomodarse a los tiempos. Fue entonces cuando la Iglesia comenzó a tomar conciencia de la secularización. La palabra clave del concilio fue renovación. Pero ese lema fue defensivo. La primera reacción de la Iglesia ante la secularización fue de repliegue, ahondando quizá la fosa que la separaba del mundo moderno.

Mons. Dechamps, uno de los hombres más clarividentes del concilio, señalaba cómo la Iglesia ya no se confrontaba tanto con sectas y herejías cuanto con una increencia general. Al final, se redactó una constitución que quería responder al ateísmo, al racionalismo y al positivismo.

El Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II reproduce en la constitución Dei Verbum (n. 6) la afirmación de la Dei Filius del Vaticano I, que fija como dogma que el hombre puede conocer a Dios con la razón natural, por medio de las criaturas. Pero si el Vaticano I comenzaba con el conocimiento natural de Dios, el Vaticano II afirma la revelación personal de Dios en la historia de la salvación (cuyo prólogo es justamente la creación). Ahora el centro lo ocupa la autocomunicación histórica de Dios (nn. 2-5), unida a la creación por medio del Verbo (n. 3).

El cambio de perspectiva entre la Dei Filius y la Dei Verbum es evidente. En el Vaticano II la Revelación es descrita como la autocomunicación personal de Dios que se dirige al centro mismo de la persona humana. No se trata, primo et per se, de una información dada al hombre, sino de aquello que Dios quiere ser para los hombres.

Tenemos, pues, una doble orientación. Por una parte, la revelación posee un carácter teocéntrico, porque es Dios quien tiene la iniciativa y se revela a los hombres. Pero se trata de una autocomunicación personal y dialógica. La Revelación es un diálogo, un colloquium, que crea una comunión entre Dios y el hombre en la historia.

Esta historia entre Dios y el hombre alcanza su culminación en el evento Jesucristo. He aquí el otro polo de la revelación: su orientación cristológica. En el centro del capítulo primero de la Dei Verbum encontramos este cristocentrismo de la revelación.

La fe, por consiguiente, en tanto que acogida y respuesta a la Revelación, se realiza en esta comunión interpersonal entre Dios y el hombre en Cristo. La fe es personal y, en ella, el hombre se adhiere a ese revelar-se de Dios (n. 5). Ahora bien, a la revelación como real autocomunicación divina está unido el conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre la salvación del hombre, incluyendo aquellas verdades que, de suyo, no son accesibles a la razón humana (n. 6). El Vaticano II busca así integrar en una descripción más amplia y personal la doctrina del Vaticano I y se constituye en una clave hermenéutica.

Pero esta idea de Revelación pone, además, de manifiesto la concepción del hombre como criatura en diálogo, lo cual constituye el tema central de la Gaudium et Spes. En la constitución pastoral encontramos citado una vez más el Vaticano I en el contexto del diálogo entre la fe y la cultura (n. 59). En efecto, el hombre, a través de la cultura, participa en el plano creador de Dios. De manera que a través de la ciencia, la filosofía y el arte se predispone al encuentro con Cristo.

Por otra parte, el cristianismo es un mensaje dirigido a todos los hombres y a todas las culturas. Él mismo es un hecho histórico-cultural y, aunque no está intrínsecamente ligado a ninguna cultura concreta, tiene siempre necesidad de una expresión cultural concreta. Porque hablar de Dios y a Dios no es un hecho mágico ni extrínseco. Dios se comunica al hombre en su historia concreta, en su circunstancia espacio-temporal; es decir, personal, social e histórico-cultural. Estamos ante la llamada ley de la encarnación, que rige también la fe de la Iglesia.

Religión y Secularización

La literatura sobre la secularización es sencillamente inabarcable. En general, se entiende por secularización aquel proceso histórico peculiar de las naciones más o menos desarrolladas que se caracteriza por la desacralización de las realidades naturales, culturales o sociopolíticas. Es decir, dice referencia esencial a la autonomía propia de las realidades llamadas temporales. En este sentido, el fenómeno de la secularización ha tenido una aceptación positiva por parte del Concilio Vaticano II (cfr. Gaudium et Spes, n.º 36).

La secularización puede significar una sustitución de lo positivo de las religiones por otras funciones sociales, o puede significar una desmitologización, desacralización o autonomía de los ámbitos seculares como algo intrínseco a la fe abrahámica. Si fuera lo primero, la religión consistiría en un mero funcionalismo social que aparece y desaparece en alternancia con otras funciones sociales de carácter ético, educacional, etc. Pero si es lo segundo, entonces eso significa que algunas religiones, la judeocristiana en concreto, tienen en sí una capacidad de inculturación por el que sus mediaciones se adaptan continuamente al cambio social.

Con la fe bíblica en la creación comienza en la historia lo que conocemos como secularización. La realidad del mundo queda desdivinizada, desacralizada en cierto modo. El mundo no es divino ni demoníaco, el mundo es criatura. Es obra de Dios por su Sabiduría y Amor. Es decir, el mundo es inteligible y gobernable. No es caótico ni irracional, ni tampoco divino. La realidad es secular, profana. No es absoluta, sino relativa, aunque es sumamente valiosa porque Dios la ha creado.

En el panteísmo y el materialismo rigen la necesidad o el azar, pero no hay propiamente libertad. En la fe en la creación rige el amor y la gratuidad: una ley de libertad. La realidad surge del amor. Dios crea de la nada. Nada obliga a Dios. La creación es fruto de su amor desbordante. Y tiene un sentido, un principio de inteligibilidad. Dios crea en-el-tiempo, hay una dirección, un sentido histórico. No hay un eterno retorno de lo idéntico. El tiempo no es circular, sino que el mundo está abierto, es dinámico. Hay una trascendencia dada ya en el Mundo. Porque Dios actúa intrínsecamente, desde dentro de la creación. Esa potencialidad, dinamicidad, apertura de la creación, hace posible que entendamos por qué la evolución no es incompatible con la fe en la Creación. Pero la doctrina bíblica de la creación plantea cuestiones fundamentales y últimas, es decir religiosas: ¿por qué? y ¿para qué? Y da una respuesta creyente, confiada: vio Dios que era bueno.

Secularización del Siglo XX

El fenómeno de la increencia masiva es uno de los más llamativos. Este tipo de irreligiosidad o de ateísmo vital (es decir, no fundado en una convicción racional, sino fruto de una experiencia en la que la referencia a la trascendencia está simplemente ausente) se da en amplios sectores de la población de las sociedades llamadas postindustriales o postmodernas. Hoy nos encontramos con el fenómeno nuevo de la indiferencia, personas aparentemente no religiosas, como un fenómeno masivo característico del secularismo occidental. No se trata de un ateísmo en el sentido estricto del término, porque no hay una explícita y racional negación de Dios (el llamado agnosticismo).

Junto a este fenómeno y en la misma sociedad occidental encontramos el denominado retorno religioso, caracterizado, más bien, por actitudes supersticiosas que calificaríamos de pseudoreligiosas. Esta contradicción está ligada a la cultura occidental postmoderna. Ideológicamente parte del s. XVIII europeo y su idea de que la religión es ilusoria, alienante, que oprime y esclaviza. Se trataría entonces de una liberación. El hombre adulto y libre de dogmatismos, capaz de usar su inteligencia y voluntad por sí mismo, ve la religión como fuente de tabúes represores de los instintos naturales.

En el s. XX hemos tenido las experiencias desquiciantes de las guerras mundiales y el triunfo del materialismo consumista de la sociedad capitalista. La sociedad postmoderna es una sociedad de masas, unificada a través de la información de los medios de comunicación. Es un fenómeno de gran complejidad que, paradójicamente, simplifica a las personas y las mantiene en la superficie y el ruido. La ciudad moderna se caracteriza por ser una aglomeración de personas. La masificación de las ciudades produce un modelo de vida en la que hay un común denominador: el anonimato. Con ello se produce un hecho curioso: a mayor concentración de personas mayor individualismo, en donde se debilitan los lazos personales y se diversifican las relaciones. La inestabilidad emocional, la fragilidad de los vínculos y la movilidad de unas relaciones racionalizadas por el reloj, son características del fin de siglo, que provocan mucho estrés y mucho sufrimiento.

La ciudad aumenta la capacidad de elegir ante ofertas diversificadas y produce una fragmentación por la pérdida de raíces, la especialización y el relativismo individualista. El individualismo es la ideología postmoderna centrada en la búsqueda de la felicidad personal. Cada uno coloca su experiencia como criterio de verdad y decisión, con una ética utilitaria y efímera. Este individualismo es una respuesta a la masificación que grita la originalidad de cada persona, su dignidad y su libertad.

El Concilio Vaticano II fue el esfuerzo histórico de la Iglesia por afrontar las dificultades de llevar el Evangelio a las estructuras, cada vez más secularizadas, del mundo moderno. Pero la rotura de amarras en el campo sexual, el incremento de familias separadas y la entrada masiva de madres con niños pequeños al mundo laboral constituyó un experimento social masivo, una revolución demográfica sin precedentes para la que ni la Iglesia ni las sociedades afectadas estaban preparadas.

En esos años turbulentos, los católicos sufrieron presiones para tratar su religión como un asunto absolutamente privado y para que adoptaran un catolicismo parcial destinado a elegir con qué partes de la doctrina se quedaban y cuáles rechazaban. Para la mayoría de los católicos el problema es más profundo: ya no saben hablar sobre lo que creen o por qué creen, han perdido su identidad y no saben a qué están llamados.

Los altavoces de la cultura de la muerte han subido el volumen a la hora de explotar la debilidad de la Iglesia, que ha sido, consistentemente, su enemigo más poderoso y temido. Hace más o menos treinta años, aparecieron con uno de los eslóganes más destructivos jamás inventados: «Personalmente, estoy en contra de [aborto, el divorcio, la eutanasia ...], pero no puedo imponer mis opiniones a otros».

Este eslogan es la anestesia moral que ofrecen quienes están preocupados por la decadencia moral, pero que no saben cómo exponer sus puntos de vista, especialmente en público. Solo más recientemente algunos católicos, protestantes y judíos han dado un paso al frente para aclarar que, cuando en la vida pública los ciudadanos de una democracia hacen comentarios religiosos basados en puntos de vista morales, no están imponiendo nada a nadie. Están proponiendo. Los ciudadanos proponen, dan razones, deliberan, votan. Es una doctrina siniestra la que intenta silenciar solo los puntos de vista morales que tienen una base religiosa.

Resulta irónico, dada su rica herencia intelectual, que tantos católicos se sientan incapaces de responder incluso a las formas más simplistas del fundamentalismo secular que prevalece entre la clase con educación media. Tradicionalmente, ha sido una de las glorias de su fe que los católicos puedan dar razones para las posiciones morales que mantienen, razones accesibles a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, de otras creencias o de aquellos que no creen.

No podemos desarrollar aquí el concepto de aprehensión primordial. Con todo, esta descripción de la inteligencia está en la línea de lo desarrollado por Heidegger en Sein und Zeit y K. Rahner en el Grundkurs des Glaubens sobre el conocimiento atemático.

Por ejemplo, para Carnap las afirmaciones de fe son incomprensibles; para Wittgenstein son sinsentido; o para Popper la fe se sustrae a la refutabilidad.

El concilio no ofrece esa demostración, ni dice nada sobre las distintas vías que se han propuesto históricamente.

Por ejemplo, cuando se pretendió que la teoría evolucionista demostraba la falsedad del dogma cristiano de Dios Creador, o cuando, para refutar esa posición, se divulgó el llamado concordismo bíblico.

Reproducimos aquí, parcialmente, y ampliamos lo expuesto en nuestro artículo F. Llenín Iglesias, “Cultura europea y evangelización”; en: Studium Ovetense XIII (1985), pp. 193-205.

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