El Proyecto Democrático en el Siglo XIX: Transformación Política y Social
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Ideologías y Sistemas Políticos (II): El Proyecto Democrático en el Siglo XIX
Aproximación ideológica a la democracia: la idea democrática
La democracia parte de los mismos grandes principios que el liberalismo, sin la ruptura de este con respecto al Antiguo Régimen (se trata, en su lugar, de procesos de reforma). El primero de ellos es la soberanía: el liberalismo estableciera la soberanía nacional, respetada escrupulosamente por la democracia como elemento que legitima el poder; pero la convierte más bien en soberanía popular (forma de soberanía nacional que a nivel histórico se diferencia de la anterior en la práctica: esta última no restringe la participación política de nadie). Igual ocurre con la ciudadanía civil, definida por el liberalismo y extendida por la democracia como ciudadanía política (posibilita la participación de todos los varones mayores de edad, por lo que extiende la ciudadanía del mismo modo que hiciera con la soberanía). Más problemáticos son la igualdad y la libertad, que el liberalismo entiende desde una perspectiva individualista y se conforma con una solución jurídica (igualdad y libertad en las leyes), mientras que la democracia va a aplicar a estos conceptos una perspectiva socioeconómica que descubre la evidente vinculación entre ambos ámbitos (la igualdad no puede restringirse a lo legal, hay que contemplarla desde lo económico e igual ocurre con el disfrute real de la libertad, que depende de condiciones socioeconómicas; de forma que la democracia nace para poder aplicar políticas correctoras que resuelvan las desigualdades en el ámbito socioeconómico para que libertad e igualdad puedan desarrollarse también en el mismo). Al contemplar esto, la democracia debe solucionar el problema de la necesidad de establecer un equilibrio entre igualdad y libertad.
Si la democracia aplica una perspectiva socioeconómica, conduce necesariamente a la redistribución de la riqueza para la corrección de las desigualdades (hay que generar un flujo de dinero a través de un sistema fiscal que permita generar instituciones para corregir las desigualdades). El conflicto está en que los burgueses (liberales) consideran esto como un ataque a sus libertades (piensan que el Estado no debe intervenir ni entremeterse en la circulación de capital privado). Este dilema solo puede resolverse con dos mecanismos: con el avance de la democracia, se va a decantar por una primacía de la libertad individual sobre la igualdad (por lo que la capacidad correctora de las desigualdades será escasa). Esta es la llamada democracia liberal, con políticas que chocan con la verdadera vocación de nacimiento de la propia democracia (la redistribución de la riqueza en un sentido descendente y no tanto la celebración de elecciones o el multipartidismo). Sin embargo, también existe la vía contraria, consistente en otorgarle la primacía a la igualdad socioeconómica, lo que deriva en una corrección de las desigualdades y un simultáneo escaso respeto por las libertades individuales; dando lugar a lo que se conoció como socialismo (en el XIX, aún no diferenciado del comunismo y que en la deriva histórica no fue realmente democrático al prescindir de las libertades individuales en el ámbito socioeconómico, pero también en el político).
Aproximación sociológica a la democracia: democracia y fuerzas sociales
Con el transcurso del XIX, la diversificación económica introduce una diversificación social de modo progresivo: inicialmente, aparece una polarización social que antes no existía entre la burguesía (estatus más elevado) y el proletariado (medra sistemáticamente y se va a convertir en una fuerza mayoritaria en algunos países). Si buscamos identificaciones políticas de clase, sabemos que la burguesía es quien lidera el liberalismo, se identifica con el mismo y gobierna. Si hacemos un repaso a los grupos sociales presentes desde el XIX, se mantiene una aristocracia tradicional que manifiesta una resistencia mayor o menor contra el avance del liberalismo y se amosa defensora del Antiguo Régimen en el que vivían cómodamente como privilegiados (por lo que no podemos buscar en ellos ninguna lucha por la democracia). La burguesía, en segundo lugar, ya dijimos que es la clase que podemos identificar claramente con el liberalismo, por lo que tampoco es presumible encontrar en ella grandes abanderados de la democracia (cómodos en un régimen liberal). Cuando esto ya está conformado, a mediados del XIX, llega un momento en el que se conforma una alianza entre burguesía y nobleza (comparten un estatus económico elevado que quieren defender, por lo que se unirán, a veces en matrimonio, por conveniencia mutua: la burguesía obtiene estilo y “saber estar” y la nobleza se introduce en el mundo de los negocios). Así, se establece esta alianza en defensa del orden liberal para defenderla de las “clases peligrosas”. Estas se identifican con las nuevas clases trabajadoras, predicadoras de la democracia y del socialismo; enemigo común de la nobleza y burguesía. Otro grupo tradicional y mayoritario es el campesinado, potencialmente interesados en la democratización; pero con una tardía incorporación a la política (en el rural pesan más una serie de subordinaciones, tradiciones o influencias de señores que en la práctica retardan el cambio y la consecución de identidad política del campesinado); por lo que no podemos contar con ellos en un primer momento para la defensa democrática. El último grupo que queda es la clase obrera, que atraviesa desde finales del XVIII varias fases: una de rebeldía (queja sistemática por su situación miserable), otra de lucha sindical (comienzan a organizarse, centrados en la mejora de condiciones de trabajo, salarios...) y, finalmente, conectan con la política contando con el referente político socialista (los interpela directamente como clase). Es decir, los obreros también estaban excluidos de la participación política y conectan con el socialismo y el anarquismo por referirse directamente a ellos; de forma que no podemos contar tampoco con ellos para la lucha por la democracia. De este modo, parece que ninguno de los grupos sociales mayoritarios del XIX se vincule a esta ideología y serán las clases medias quienes la defiendan.
Esta clase media procede de sectores como el de los transportes (en el XIX, sobre todo el ferrocarril, cuyo desarrollo exige gran cantidad de mano de obra y aporta nuevas ocupaciones y trabajos estables que no son desempeñados por obreros; sino precisamente por esta clase media en un contexto de aumento de la red ferroviaria, siendo “los ferroviarios” los que lleven a cabo estas funciones y que se organizaron sindicalmente en grupos de presión fuertes). También hay que tener en cuenta el crecimiento del comercio: aparecen nuevos trabajos (dependientes, viajantes/distribuidores...) con las mismas características y nutren a la clase media en ascenso. Por otra parte, la administración de los nuevos estados liberales, que en muchos casos evolucionan hacia la democracia y que sistemáticamente se va viendo nutrida con la multiplicación del número de funcionarios en diversos sectores. Estos también son trabajadores, pero no encajan en la categoría de obreros, pues cuentan con unos salarios relativamente satisfactorios y buenas condiciones de vida. En la medida en que este sector está excluido del sufragio censitario, pero adquieren una cierta cultura; serán quienes luchen por la democracia con la intención de ser admitidos en el sistema, tomando el sufragio universal como símbolo de sus reivindicaciones. Eso sí, en algunos textos británicos del XIX se refiere como “clase media” a la burguesía porque en su sistema es aquella población que no pertenece a la aristocracia, pero sí goza de riqueza; pero lo general es identificarla como esta clase intermedia entre los obreros y los aristócratas que apoyan a la democracia por su exclusión política por parte del liberalismo. Esta relación entre democracia y clase media parece estar olvidada en la política actual: la democracia no funciona bien cuando su soporte no es una sociedad equilibrada (las polarizaciones entre ricos y pobres son superadas por el papel equilibrador propio de una clase media numerosa, casi mayoritaria y potente; única capaz de soportar la democracia). Esto explica que la primera democracia (jacobina) no funcione y lleve al gobierno a practicar “el Terror”, por la falta de clase media.
Los avances de la democracia: la expansión del sufragio universal
La cronología para estudiar el avance de la democracia gira en torno a la implantación del sufragio universal en los distintos países, símbolo que certifica la democratización inicial de los territorios, pero no va más allá (es una condición necesaria de la democracia, pero no suficiente para poder hablar de la misma). Además, si en la transición entre Antiguo Régimen y liberalismo hablábamos de “Revolución”, no se da la misma situación entre liberalismo y democracia (reformismo: medidas que permiten el reconocimiento legal del sufragio universal masculino, pues no hay tantas diferencias esenciales entre ambos modelos como en el caso previo). Así, la democracia parte de herencias liberales y conserva su ordenamiento con una serie de modificaciones en dos sentidos: ampliando el cuerpo electoral hasta llegar al sufragio universal (masculino) e intentando incrementar el poder político de las instituciones más representativas.
El primer país en esta cronología ascendente es Estados Unidos, con el primer presidente elegido por sufragio universal en 1828; lo que se explica porque en este momento el país se encuentra en un momento de crecimiento (la “conquista interior”). Pese a partir de genocidios, este proceso se llevó a cabo de una forma muy racional, distinguiendo las formas de explotación y ordenamiento que más se adaptaban a cada territorio (es decir, fue el resultado de una planificación eficiente); por lo que en estos lugares se asentaron poblaciones bastante equilibradas (sin la desigualdad que existía en Europa, habiendo en estos lugares una especie de clase media que permitía que estos nuevos estados reconociesen el sufragio universal en sus constituciones hasta que en 1828 esto se incorpora a la elección presidencial desde los nuevos estados: eligen a Andrew Jackson, si bien era un momento en que EEUU era un país en formación con apenas influencia internacional). Así, el primer país importante en esta altura sería sin duda Francia, con la revolución de febrero de 1848. Sin embargo, la república duró poco porque los sectores burgueses más reaccionarios fueron capaces de retomar el control y dar inicio en 1851 a una involución con el Segundo Imperio liderado por Napoleón III, sobriño de Napoléon Bonaparte. No será hasta 1945, con el fin de la II GM, que se reconozca en Francia el sufragio femenino (en EEUU en 1919, con el fin de la I GM).
Se contrapone el caso de Gran Bretaña, de nuevo ejemplo de una vía reformista, pausada e incluso excesivamente prudente. Aquí, el sufragio censitario se reformó progresivamente con la intención de ampliar poco a poco el cuerpo electoral para incluir a más personas; hasta la reforma de 1918 (la definitiva, también con el sufragio femenino). Los gobiernos británicos trataron de permitir el acceso a la participación política a aquellos sectores de población no peligrosos para el sistema; tratando de garantizar la paz social y que el turnismo (alternancia entre Partido Conservador y Liberal) no sufriese, lo que se mantuvo durante todo el siglo XIX con estas sucesivas reformas hasta llegar al sufragio universal (ya en el XX). Este reformismo fue llevado a cabo por ambos partidos y fue una especie de política de Estado en la que participan ambos partidos sin explicaciones ideológicas. En los años 20, aparecerá un tercer actor que se introducirá en el sistema, el Partido Laborista, logrando entrar gracias al sufragio universal y causando crisis políticas que llevaron a la vuelta al bipartidismo (pero, ahora, dejando caer el Partido Liberal y quedando el turnismo entre el Partido Conservador y el Laborista). Destacan las figuras de Disraeli y Gladstone, líderes de los partidos Conservador y Liberal, que protagonizaron esta política de Estado en favor de la reforma del sufragio.
Siguiendo con el recorrido, en Alemania la llegada del sufragio universal se produce de modo simultáneo a la unificación con la Constitución del II Reich en 1871 (si bien, para nada fue este un régimen democrático, pues su gran artífice, Bismarck, se adscribe en una ultraderecha muy reaccionaria; pero cuando pasa de ser canciller de Prusia a serlo de Alemania, lleva a cabo una política interesada en el sufragio universal para consolidar la unificación: más que una cuestión de democracia lo es de interés político). En la década de 1890, este sufragio permitirá la entrada en el Parlamento de fuerzas de izquierda como los socialdemócratas. Por lo que respecta al sufragio femenino, de nuevo no llegará hasta el 1919 con el nacimiento de una república democrática (República de Weimar) tras la caída del II Reich. Se explica que el sufragio femenino se aceptara en tantos países tras la I GM porque esta permitió por la fuerza la inserción de las mujeres en el mundo laboral, demostrando la capacidad de desempeñar las mismas tareas que los hombres que se encontraban combatiendo y liderando labores de asistencia sanitaria (por lo tanto, sus méritos derivaron en el reconocimiento de este derecho por el que tanto lucharon).
En Italia, la unificación tiene lugar en dos momentos y la nueva monarquía italiana trasladó el régimen piamontés al conjunto italiano, el cual era de carácter liberal (sufragio censitario bastante restringido); al mismo tiempo que este régimen no evolucionó durante más de 40 años y contó con limitada base social. Precisamente esta falta de simpatía y participación política facilitó el ascenso de Benito Mussolini y el fascismo. El sufragio universal no se alcanza hasta 1919, pero con una duración muy reducida (perdido en 1922 con la llegada de Mussolini).
En el caso de España, una primera Constitución democrática en 1869 (resultado de la Revolución Gloriosa), pero con una vigencia muy breve (Sexenio Democrático). La primera Restauración borbónica vino de la mano del liberalismo con el objetivo de poner en marcha una imitación pésima de la monarquía británica y hay una primera reforma electoral en 1890, parte de la cual formaba parte la implantación del sufragio universal, pero con una repercusión muy reducida (el sistema contaba con mecanismos para limitar los efectos de dicho sufragio).
La conclusión es que existe una especie de “curva ascendente” de la universalización del derecho de voto entre 1848 y 1918: Países Bajos (1887), Bélgica (1893), Noruega (1905), Suecia (1909) e incluso la parte austríaca del imperio austro-húngaro, pervivencia del Antiguo Régimen, en 1906. Hay que tener en cuenta que en todos estos avances quedó excluida la mitad de la población y, en la cuestión de la lucha contemporánea por los derechos de las mujeres, tenemos que remontarnos a la Revolución Francesa y la figura de Mary Wollstonecraft (filósofa, madre de Mary Shelley, autora de Frankenstein y primera en criticar la ausencia de las mujeres en los textos fundacionales y las declaraciones de derechos); por lo que se considera una fundadora del feminismo contemporáneo. La segunda figura destacada será Olympe de Gouges, encargada de elaborar la Declaración de Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791), respuesta de las mujeres para tratar de completar la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. A partir de aquí, desde la instauración de regímenes liberales y sobre todo democráticos, las mujeres se enfrentaron a obstáculos de gran importancia que a lo largo del XIX impidieron el reconocimiento de sus derechos políticos. Los argumentos empleados tenían que ver con la incapacidad de la mujer (basándose en la presunta “ciencia”, se emplean argumentos de carácter biológico, antropológico o médico para defender esta idea). Así mismo, se afirmaba rotundamente la dependencia de la mujer (contemplaban la subordinación de la mujer con respecto al hombre en ciertos ámbitos y la convertían en ley: la mujer necesitaba permiso para viajar o trabajar, la capacidad de decisión a nivel económico y financiero era exclusiva de sus maridos...). Esto sitúa a la mayoría de mujeres en una posición en la que no podrían desempeñarse con libertad en la vida pública o en el mundo educativo. Esta situación de dependencia era real y estaba legalmente regulada. Además, otro argumento tiene que ver con que se afirmaba la relación de las mujeres con una serie de fuerzas antidemocráticas (como la Iglesia) que guiarían su voto y, por tanto, no se les debía permitir el voto. Así mismo, había quien equiparaba a mujeres y criados (estos estaban en una situación de dependencia con respecto a sus señores y, por eso, no podían votar; lo que también se aplica a las mujeres). Por tanto, esta destacada cuestión del sufragio femenino no atiende realmente a la ideología. Frente a esta continua negación del voto, especialmente en GB y EEUU, las mujeres fueron capaces de llevar a cabo movimientos a favor de la igualdad de derechos. El sufragismo solía conectar con las causas más avanzadas de la historia: los primeros movimientos definidos como feministas son anteriores a la Guerra Civil estadounidense y conectaron con los movimientos masculinos contrarios al esclavismo. Contra este sufragismo se desarrollaron destacados movimientos antisufragistas.
Trasladándonos al debate en España en 1931 en torno al sufragio femenino, las mejores defensoras de ambas posturas eran dos diputadas (las mujeres no tenían derecho de voto, pero sí podían ser candidatas). Contraria al sufragio femenino se encontraba Victoria Kent y a favor estaba Clara Campoamor; argumentando la primera desde la subordinación de la mujer a la Iglesia, pues temía que el voto de las mujeres sería masivamente reaccionario y de derechas. Así, Kent tenía muy presente que en los años de redacción de la Constitución, la Conferencia Episcopal había llevado a cabo una campaña contra la República que había contado con el apoyo de millones de mujeres (es decir, su negación tiene que ver con el contexto y no con la incapacidad o subordinación de la mujer). En cambio, Clara Campoamor decía que precisamente debía iniciarse la República demostrando a las mujeres que lucharía por ellas con la concesión del voto. Finalmente, en la Constitución de 1931 se reconoce el sufragio femenino, que salió adelante gracias a los votos de la derecha más conservadora (la izquierda se dividió) que esperaba que el voto de las mujeres fuera para ellos. Con la Transición, comienzan a hacerse estudios sobre el voto femenino en las elecciones de noviembre de 1933 (primeras en las que pudieron votar), donde ganó la derecha (Bienio Negro). Hoy en día, no se puede afirmar rotundamente que el voto de las mujeres fuese el que permitió la victoria de la derecha. En definitiva, podemos afirmar que la democracia avanzó durante el XIX, pero sin olvidar la exclusión de la mitad de la población.
Como dijimos, el sufragio universal es símbolo de la democracia, pero no equivale a la misma; es decir, es necesario pero no suficiente. De hecho, se tomaron una serie de precauciones desde el poder liberal en este proceso de transición a la democracia ante la preocupación de que las clases bajas (mayoría) tomasen el poder y lo ejerciesen contra ellos (lo cual nunca ocurrió). En 1893, algunos belgas valen más que otros: se acepta que todos los belgas voten, pero el valor de sus votos se ponderaba en función de su categoría (votaban por separado y el voto favorable al régimen liberal valía más, favoreciendo la representatividad política de los que ya mandaban). En el caso de GB, se dan modificaciones en las circunscripciones electorales con la eliminación de los “burgos podres” y el diseño de circunscripciones en las que se elige un diputado para la Cámara de los Comunes (se mantienen las rurales y en las ciudades se reduce el poder ante un aumento de la población). También el caso de EEUU en 1865 con los antiguos esclavos negros liberados tras el fin de la Guerra Civil, pasando a ser ciudadanos, pero con legislación en ciertos estados que limitó la capacidad de inscribirse en el censo en base a un cuestionario sobre artículos constitucionales que los negros liberados desconocían (la mayoría eran analfabetos). En el caso de España, se limita el sufragio universal con el caciquismo (para garantizar el turnismo entre el Partido Conservador de Cánovas del Castillo y el Liberal de Sagasta) y el pucherazo (falseamiento de los resultados). En un régimen liberal, se celebran elecciones y la composición del Parlamento define el Gobierno; pero, en este sistema, es el rey el que disuelve las Cámaras y nombra al Presidente del Gobierno, que es quien convoca elecciones que su partido siempre ganaba (por tanto, se ajustaba el resultado de las elecciones a la designación del Gobierno/rey). No será hasta la entrada en el poder político de fuerzas disruptoras como los nacionalistas o socialistas que se pondrá fin al turnismo favorecido por los caciques. Todas estas trampas muestran la diferencia entre el producto teórico de la democracia y su plasmación real. Además, el sufragio universal no se practicaba del mismo modo que en el XX en las democracias consolidadas, pues existen una serie de requisitos democráticos para garantizar esta democracia que no siempre se cumplían: el primero de ellos es que el voto debe ser libre y secreto (en algunos países, el presidente de la mesa podía pedir que le enseñasen el voto con el pretexto de comprobar que fuese válido), también las posibilidades variadas (muchas veces se ilegalizaron ciertos partidos políticos o se obstaculizaron los trámites de presentación de candidaturas) y el escrutinio limpio (hay poderes políticos capaces de falsear los resultados). Por tanto, pese a que podemos seguir manteniendo el carácter simbólico del sufragio universal, en el XIX aún existen muchas limitaciones legales y no legales que impiden hablar de democracia total.
Otro asunto semejante que tampoco se trata siempre es que las condiciones como elector deben ser semejantes a las condiciones del candidato (en los regímenes liberales, eran distintas: para tener derecho de voto solo había que cumplir una cierta condición económica, pero para ser candidato aumentaban las condiciones, restringiendo excesivamente los elementos que tenían que reunir los posibles candidatos, lo que terminaba definiendo un perfil socioeconómico muy concreto que impedía a muchos presentarse). Frente a esto, el proceso democratizador también debería implicar la aproximación de las condiciones de elector y candidato. Por tanto, el proceso democrático es firme si las condiciones de elector no son muy distintas a las de los candidatos; lo que tampoco se cumplió siempre en las legislaciones electorales. Esto lleva a un último asunto: la necesidad de remunerar la actividad política (si no se les paga bien a los políticos, se limita la posibilidad de dedicarse a esto a aquellos que ya tuvieran la vida resuelta). Normalmente, sí existía un pago por dietas o traslados, pero no un salario como tal en los regímenes liberales.
El segundo símbolo del avance democrático, además del sufragio universal, son las instituciones representativas, cuyo avance estudiaremos mediante el Parlamento: la democracia busca depositar el máximo poder posible en aquellas instituciones que más representen la voluntad social y, casi siempre, el modelo escogido era el bicameral. Si la corriente democrática es fuerte o incluso revolucionaria y logra imponerse totalmente a las fuerzas liberales, era común que se sustituyese por un parlamento unicameral escogido por sufragio universal; pero este proceso no es fácil y, en muchas ocasiones, las presiones liberales obligan a mantener un parlamento bicameral, pero se percibe el proceso democratizador en dos variables o modificaciones: darle cada vez más poder a la Cámara Baja (en detrimento de la Alta) o potenciar el nivel de representatividad de la Cámara Alta (que de sus miembros, cierta proporción cada vez mayor resulte de procesos electorales).
Por último, conviene mencionar que todas las democracias vistas son de carácter parlamentario; pero, en el XIX, se barajaron otras posibilidades que le permitirían a la democracia en el futuro tener un carácter más rupturista con respecto al liberalismo. La posibilidad más clara consistía en que el pueblo eligiera directamente al gobernante (persona o institución) que concentraría el poder, eliminando así la intermediación parlamentaria (depositario intermediario de la soberanía popular); fórmula alternativa no liberal en la que el gobernante concentra los poderes por elección directa del pueblo, pero el ejercicio del poder estaría sometido a dos tipos de control: elección periódica (cuyo resultado tendría que ser respetado) y toma de decisiones plebiscitaria (en asuntos de importancia, habría consulta directa a los ciudadanos para la toma de decisiones mediante referendos). Por tanto, son formas de democracia directa, iliberal y hasta autoritaria. No existió ningún ejemplo real de este tipo en el XIX (Luis Napoleón/II Imperio francés desde 1851 fue acusado de depender excesivamente de la voluntad del pueblo, pero no pueden ser considerados democracias; lo mismo ocurre con Bismarck, que incluye el sufragio universal en la Constitución del II Reich, pero como arma política para consolidar la unificación). En el XX, esta posibilidad presentó rápidamente derivaciones dictatoriales en el período de entreguerras.
Los regímenes democráticos: diferencias con los sistemas liberales
Las diferencias entre liberalismo y democracia en el XIX se encuentran sobre todo en las políticas, pues la democracia que avanza respeta y mantiene la arquitectura política heredada del liberalismo con ligeras modificaciones. Algunos de estos cambios hechos por las democracias se encuentran sobre todo en las instituciones (bicameralismo), los ámbitos de intervención (la democracia precisa tener un carácter más intervencionista) y los partidos políticos.
Empezando por los partidos políticos, en el liberalismo solo hablamos de aquellas tendencias más o menos organizadas y presentes, pero no estudiamos cómo estas tendencias dan nacimiento a los partidos en el proceso de democratización política. La evolución de estas en el liberalismo implica su conversión en organizaciones de notables de carácter algo inestable. Esto es así porque lo único que precisan en este sistema es entenderse con aquellos que votan, las minorías sociales, sin tener que ir más allá; por eso conectarán con las redes elitistas y su misión fundamental es preparar las elecciones y obtener buenos resultados en la medida de lo posible. Terminado el proceso municipal, el partido se refugia en el consistorio o Parlamento y ya hará resucitar las conexiones para hacerlas trabajar de cara al próximo proceso electoral, por lo que tienen una cierta intermitencia en su funcionamiento. Con la democratización y el sufragio universal, se presenta el importante reto de no ser suficiente de cara a las elecciones conectar con las minorías que votaban en el liberalismo; sino con el conjunto de la sociedad (todos los varones mayores de edad pueden votar). Esto implica la exigencia de que los partidos se conviertan en estables (capaces de estar siempre presentes en la sociedad y superando así la fase de funcionamiento intermitente); lo que exigirá cambios esenciales en el funcionamiento de los partidos (actividad permanente). Además, tratarán de imitar el propio funcionamiento del sistema político, intentando proyectarse de cara fuera como un aparato democrático (por eso existe una división de poderes interna en el partido). Una pregunta que nos podemos hacer es si en el XIX podemos hablar de verdaderos partidos de masas, interesante porque los partidos tratarán de reclutar cada vez más simpatizantes con la intención de convertirse en estos partidos de masas, anticipándose a lo que realmente se desarrollará en el XX tras las guerras mundiales. Por tanto, en el XIX no hay partidos de masas y uno de los problemas que conducirá a la crisis de las democracias tras la II GM es la incapacidad de estos partidos tradicionales de convertirse en auténticos partidos de masas. Los únicos que en el XIX podrían llegar a ser de masas son los partidos socialistas, pero no entran en el espectro democrático y su capacidad de movilización está muy limitada a ciertas clases sociales (el proletariado).
Pasando ya a estudiar las políticas de la democracia, hay determinados ámbitos donde los regímenes democráticos actúan de diverso modo al liberalismo. Es el caso de la educación, ante lo que el liberalismo negaba la conveniencia del ensino a todas las clases sociales y fue evolucionando en la medida en que las transformaciones económicas exigieron una mano de obra cualificada, lo que implica la necesidad de desarrollar una estructura educativa pública (en la Ley Moyano, primera ley educativa española, el Estado asume la responsabilidad de intervenir en esta cuestión con la creación de un instituto de secundaria en cada capital de provincia). Sin embargo, esto no implica la educación a todas las clases porque los muchachos de menor capacidad económica tenían que trabajar y en su lugar solo se dirigía a las élites que en el futuro se dedicarían a administrar empresas y demás trabajos. La democracia, en cambio, busca claramente la universalización del ensino primario para que todos los futuros ciudadanos tengan el mínimo conocimiento de leer, escribir, matemáticas y otras disciplinas; ocupándose en segunda instancia de la enseñanza secundaria y universitaria. Por otra parte, el objetivo consiste en fundamentar un sistema educativo público (el ensino debía ser laico), gratuito (lo que se acompaña de un sistema de becas y ayudas) y obligatorio (si no se obliga, muchas familias, especialmente del ámbito rural, dedicarán a sus hijos al trabajo). El cumplimiento de esta cuestión debe ir acompañado de una legislación laboral que prohíba el trabajo infantil y lleve a cabo una regulación salarial para poder prescindir del anterior. Así, este es un ámbito de enfrentamiento directo entre los enfoques del liberalismo y la democracia.
El segundo ámbito a tratar es la fiscalidad, en el que las diferencias también son muy notables. Esto es así porque los liberales opinan que el Estado solo se debe ocupar de algunas funciones, pero debe dejar todo lo demás en manos de la iniciativa privada; mientras que la democracia nace con la intención de financiar nuevos servicios, lo que supone grandes gastos, y de redistribuir la riqueza. Así, en el liberalismo el sistema fiscal se nutre sobre todo mediante impuestos indirectos sobre el consumo que, por su naturaleza, no permiten ningún tipo de redistribución de la riqueza. La democracia, partiendo de los presupuestos antes mencionados, pondrá el acento en los impuestos directos, lo que los liberales consideraban como un ataque a la propiedad privada y las libertades económicas. Son estos, sobre las personas, los que sí permiten redistribuir la riqueza: generar flujos en un sistema vertical descendente, de la parte alta de la sociedad a la baja en forma de subsidios, pensiones, servicios... Este será el motivo de choque entre liberales y demócratas y que va configurando en la historia de los países tradiciones muy diferentes: el sistema fiscal de EEUU sigue teniendo su base en la imposición indirecta, mientras que en la mayoría de los europeos (nórdicos) se instauró una tradición redistributiva mediante fuertes imposiciones directas sobre las personas. En todo caso, es cierto que dentro del proceso de democratización, los distintos estudios indican que en las décadas finales del XIX los impuestos directos fueron ganando peso en los sistemas recaudatorios de la mayoría de los países. Ahora bien, podemos preguntarnos su eficacia: está claro que los países lograron contar con más recursos, pero la eficacia quedó muy disminuida porque esta mayor capacidad recaudatoria sirvió poco para redistribuir la riqueza a finales del XIX (el gran gasto público desde 1870 y sobre todo 1890 fue a parar casi exclusivamente al sector militar).
En tercer y último lugar, prensa e información (medios de comunicación): el liberalismo es el responsable histórico de afirmar la libertad de expresión, prensa e imprenta; pero también aplica una fiscalidad bastante elevada a la prensa y también aplicaba una fiscalidad indirecta bastante gravosa sobre la venta de periódicos (aumentando substancialmente su precio); lo cual reducía las posibilidades de ciertos sectores de publicar periódicos. La democracia va a recoger y mantener la libertad de expresión y prensa, pero aplica políticas muy diferentes: una baja fiscalidad, subvenciones y, por último, hay que tener en cuenta el labor educativo y la alfabetización (la democracia se traduce en una rápida bajada de las tasas de analfabetismo, generando más posibles lectores). Además, teniendo en cuenta las transformaciones económicas del XIX, se abaratan los costes de producción y distribución (ferrocarril, p.e.); derivando todo esto en un efecto muy evidente: la multiplicación del número de lectores. Es decir, partiendo de un mismo principio de libertad de prensa, el liberalismo limita la posibilidad mediante la fiscalidad y la democracia abre esta cuestión a todos los sectores económicos e ideológicos. Por exemplificar esto, en un país como Francia, a la altura de la Revolución de 1848 circulaban 250 mil ejemplares diarios; mientras que en las vísperas de la I GM (1913), ya eran 9 millones.
Finalmente, estudiando la historia de la democracia tenemos que considerar que ningún régimen democrático se estableció en un sistema económico que no fuese capitalista, que además fue compatible con todo tipo de regímenes políticos muy diversos (de hecho, China, país comunista, está camino de convertirse en la primera potencia mundial de un mundo claramente capitalista). Así, el capitalismo tiene la capacidad de adaptarse a cualquier sistema político, pero no sucede lo mismo en el caso inverso (la democracia tiene que hacer grandes esfuerzos para sobrevivir). Por otra parte, para algunos, la democracia parlamentaria no es suficientemente igualitaria; como es el caso de los socialistas.