Progreso y desarrollo capitalista: Orígenes ideológicos y evolución
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Progreso y desarrollo capitalistas
La idea de progreso, tal y como la conocemos actualmente, es hija de la modernidad y, sobre todo, de la etapa ilustrada francesa, siendo acuñada, concretamente, por los philosophes Turgot y Condorcet. Es un producto, pues, del optimismo sin fisuras de esa época debido a los avances en la ciencia y la tecnología; y también se deriva de las más devotas creencias en la razón. En sus términos más prístinos, el progreso que define el marqués de Condorcet en su Esquisse (Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, 1794) alude a un proceso indefinido, acumulativo e irreversible, que llevará al hombre y la sociedad a cotas crecientemente más altas de racionalidad, moralidad y bienestar material. Por otra parte, progreso y desarrollo resultan conceptos muy próximos y encadenados, siendo anterior el primero (ilustrado, siglo XVIII) y vinculándose el segundo al proceso de industrialización y crecimiento económico del siglo XIX y del XX, con especial énfasis tras la Segunda Guerra Mundial.
La idea de progreso
A la providencia, a la que la cultura cristiana había encargado la feliz e infinita conducción del mundo, sucedió el progreso como paradigma secular en una sociedad que condenaba todo lo irracional; pero, en definitiva, el progreso vino a ocupar, casi exactamente, el espacio mental que había dejado la providencia (es decir, que no dejaba de ser una construcción igualmente irracional).
A este respecto, una de las obras primerizas y más conocidas es la de J. B. Bury (1861-1927), La idea del progreso (1920), que identifica esta idea con mitos de general aceptación, pero que no resisten un análisis sistemático. Y señala que esta idea pertenece a ese tipo de ideas referentes a los misterios de la vida, tales como el destino, la providencia o la inmortalidad personal… y son aprobadas o rechazadas no por su utilidad o perjuicio, sino porque se las supone verdaderas o falsas. Hay numerosos filósofos, sociólogos e historiadores que pretenden que la idea de progreso está presente a lo largo de toda la cultura humana, y significativamente desde la Grecia clásica. Robert Nisbet, por ejemplo, en Historia de la idea de progreso insiste en la funcionalidad de esta idea y la enraíza en lo más antiguo de nuestra civilización, aunque con versiones y concepciones cambiantes.
Pero, de hecho, los científicos más conspicuos reconocen que esta idea no es detectable antes del siglo XVII. Nicholas Timasheff, en su trabajo histórico-teórico Teoría sociológica. Naturaleza y desarrollo, menciona a Pascal, Montesquieu, Turgot y Condorcet como autores que pudieron adelantarse -por lo que a la idea de progreso se refiere- a la obra de los primeros sociólogos, Auguste Comte en particular. Todos ellos sostenían la idea de progreso, o dicho de otra forma, el inevitable desarrollo de las sociedades humanas hacia etapas más elevadas y mejores. Fue el ingeniero de minas Frederick Le Play (1806-82) quien, impresionado por la grave desorganización social-laboral de su tiempo, declara no creer en la evolución positiva y -aun en el progreso- se inicia la ruptura de esa línea teórica del optimismo progresista.
Estrechamente vinculada y simultánea con la fe en el progreso aparece la confianza en el futuro, que también aceptaba de forma general que los continuos avances científico-técnicos parecían garantizar, en el tiempo, logros más y más útiles y sorprendentes. Y hasta nuestros días ha llegado la costumbre de poner en manos del futuro la solución a acontecimientos -ordinarios y extraordinarios, personales y sociales- difíciles o gravosos de resolver. Se trata de una confianza casi milagrosa en el futuro, al que se le atribuye una capacidad exagerada de resolución de las cosas, que solo un optimismo de tipo ancestral puede justificar. Frente a esto, la actitud crítica plantea que ese futuro se construye en cada momento, no habiendo motivos para esperar nada de él si no se afronta activamente.
Antonio Campillo, en Adiós al progreso. Una meditación sobre la historia (1985), uno de los escasos análisis recientes españoles sobre la idea de progreso, reconoce el carácter central de la idea de progreso en el pensamiento moderno, y de ahí que considere que la crisis de la modernidad no es sino la crisis de esa idea. Porque no es aceptable, ni inteligible, que la historia sea concebida como un progreso lineal que va de la ignorancia al saber, de la tiranía a la libertad, de la infancia a la madurez, de lo accidental a lo sustancial, de lo particular a lo universal, de la multiplicidad a la unicidad. No hay más que contemplar la historia y los procesos de cambio, tanto económico como social, cultural y, sobre todo, espiritual: es imposible encontrar una ley de finalidad; todo lo más que puede hacerse es sustituir la idea de progreso por la de evolución, neutra y no determinada. Hoy, en fin -dice Campillo- ha dejado de ser evidente la tesis del progreso.
Podemos resumir la idea de progreso con una definición, la de Scott Gordon, y una descripción de contenidos, según Robert Nisbet. La idea de progreso es, según Gordon, la concepción del presente como superior al pasado, y la creencia de que el futuro será, o puede ser, mejor aún. Y los contenidos de la misma en la obra de Nisbet son: la fe en el valor del pasado, la convicción de que la civilización occidental es noble y superior a las otras, la aceptación del valor del crecimiento económico y los adelantos tecnológicos, la fe en la razón y en el conocimiento erudito que nace de esta y, por fin, la fe en la importancia intrínseca del valor inefable de la vida en el universo.
Crisis y caída de la idea de progreso
Fue necesario dejar que el tiempo mostrara los efectos desastrosos -en lo humano y lo social- de la revolución industrial para que surgieran las primeras opiniones y actitudes escépticas sobre la idea de progreso, y así consta en la historia de la sociología durante el siglo XIX; un segundo embate se produjo con motivo del espectacular aumento en crueldad y destrucción de las guerras de alcance, como la de Crimea (a mediados de ese siglo) y la Gran Guerra (1914-18). Sería, efectivamente, la suma nefasta del industrialismo más la guerra lo que pronto induciría a filósofos e historiadores a poner coto a esas pretensiones progresistas, ubicadas en el núcleo más caracterizado de la modernidad. El descreimiento sobre el progreso verdadero, sin trampas ni mediatizaciones, afectó pronto a los múltiples avances científicos y tecnológicos: si las novedades en ciencia y tecnología no contribuyen -¡ni son simultáneos!- al progreso humano y social, su validez decae, se contradice y difumina, y acaba perdiendo reconocimiento social.
Ni los espectaculares avances en ciencia y tecnología habidos durante el siglo XX ni, mucho menos, la propaganda persistente del sistema socioeconómico que en gran medida los generaba, impidió los demoledores efectos que sobre el optimismo en el progreso conllevaron los genocidios de los años de 1930 y 40, la Segunda Guerra Mundial y la tragedia nuclear con la que concluyó. Desde los años de 1960 y 70, por otra parte, las diferencias de riqueza de los pueblos y países se convirtieron en el marco estable en el que discurría la historia del mundo, agudizándose la presencia de la pobreza en el último tercio del siglo XX. Actualmente, más de 1.000 millones de personas intentan sobrevivir con 1 dólar al día; 2.700 millones lo hacen con 2 dólares y 840 millones se van a la cama con hambre (de los que 300 millones son niños). La cantidad con que los países ricos podrían contribuir a resolver la pobreza, unos 135.000 millones de dólares, es por cierto la quinta parte de sus presupuestos militares conjuntos. ¿Permite esta situación lacerante -consolidada e incluso en proceso de agravamiento con el tiempo en geografías muy amplias- mantener la idea de progreso en su definición clásica? ¿No se trata, hoy más que nunca, de un desiderátum convertido en simple mito?
No obstante, quizás el golpe definitivo a la idea de progreso -en su versión consagrada triunfal- ha procedido de la nueva visión ecológica del mundo, al percibirse y poder medir y establecer de forma rotunda los procesos de destrucción de la naturaleza y sus recursos, de la vida orgánica y de los equilibrios planetarios, que se han visto crecientemente alterados precisamente por la acción científico-técnica del hombre desarrollado, hasta poner en peligro la propia supervivencia de la especie humana. Más allá de la rebelión de científicos e intelectuales conscientes y alarmados frente a estos procesos de ciega destrucción hay que atribuir al llamado
siendo rigurosos, conviene establecer la línea crítica histórica frente a la idea de
progreso a partir de su verdadero (o al menos el más importante) iniciador, que es Jean-Jacques Rousseau (1712-78). Este pensador expresó reiteradamente su falta de fe frente al progreso y la dejó bien claro en Discurso sobre las ciencias y las artes (1750) de forma llamativamente simultánea con las más fervientes definiciones positivas, y concretamente la de Turgot (1727-81). Turgot y Condorcet (1743-94) afirmaron esta idea con sus escritos, pasando a ser considerados los verdaderos fundadores de la idea de progreso. En su Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano (1750) Turgot vinculó la libertad con el progreso, pero no pudo evitar cierta identificación del progreso con la providencia; fue el marqués de Condorcet quien en realidad secularizó esta idea en su famoso Bosquejo, en el que describía los progresos de la humanidad en 10 fases, desde los salvajes primitivos hasta una última etapa reservada al futuro (en la que gobernarían los sabios).
La pronta formulación por Rousseau de graves objeciones al progreso en su expresión evolutiva científico-técnica tuvo lugar como respuesta al lema que la Academia de Dijon proponía, en 1749, como premio de moral en el momento de mayor exaltación de las luces. Rousseau se sintió inmediatamente atraído por el lema que esa institución proponía desarrollar: Si el restablecimiento de las ciencias y las artes ha contribuido a corromper o depurar las costumbres. Y su respuesta, argumentada, fue que el progreso de las ciencias y las artes no ha añadido nada a nuestra verdadera felicidad; ha corrompido nuestras costumbres y esa corrupción ha atentado contra la pureza del gusto… (Y ganó el premio, para gran sorpresa suya).
Condorcet caería en 1794 -con su optimismo a toda prueba- víctima de la revolución, y no podría asistir al embate que el movimiento romántico estaba preparando contra su idea -y de paso contra la revolución industrial- lanzando además a los cuatro vientos su descreimiento, activo y sin fisura, frente a los beneficios de la ciencia y la técnica. Con el Romanticismo, que sitúa sus ideales bien lejos de los progresos acogidos por la Ilustración y reacciona contra la razón triunfante y el intelectualismo, surge el pesimismo moderno, en una primera fase sentimental e irracional. No tardaría mucho (1818) en surgir la estremecedora obra Frankenstein (1818) fruto de la juvenil imaginación de Mary Shelley, en la que la ciencia ha de afrontar algunas de las más directas y terroríficas advertencias en relación con su arrogancia y temeridad. En su conocidísima obra Mary Shelley fue la primera en plantear preguntas que contrastaban duramente con el ambiente de optimismo que había sucedido al paréntesis abrumador de la Revolución francesa: ¿Dónde están las fronteras éticas del avance científico?
¿Existen límites para el progreso? Ella detectó, entre unas pocas personas sensibles y preocupadas, los aspectos inquietantes que se deducían de los avances científicos y tecnológicos, justamente cuando se consideraba que iba concluyendo el Antiguo Régimen (feudalismo y despotismo incluidos) con su rémora oscurantista, en un ambiente general de gran optimismo.
Desde entonces, la discusión sobre el progreso ha incluido una diferenciación básica y aclaratoria entre lo sustantivo y lo adjetivo, lo esencial y lo accidental… y por lo que se refiere al progreso se ha hecho distinguir entre progreso científico-tecnológico (que mejor habría que calificar de avance) y progreso humano-social, sin duda el auténtico. El primero, tanto si lo calificamos de progreso como de avance, es palpable y obvio, por lo tanto, innegable; por supuesto que no pocas veces es ambiguo y otras francamente nocivo, quedando por dilucidar cuáles son los móviles de ese desarrollo científico-técnico, lo que constituye el objeto de la sociología de la ciencia o la sociología de la tecnología; pero podemos reconocer un extenso patrimonio positivo en su evolución histórica.
Mucho menos obvio es el pretendido progreso humano-social, que es el que los pensadores críticos niegan, o al menos relativizan o corrigen; pero que es al que aquí aludimos en especial. Por supuesto que el debate sobre si la historia recoge, de forma lineal o más o menos progresiva, una evolución positiva de las personas y las sociedades no se puede resolver fácilmente, pero al menos nos obliga a partir de una base indiscutible: el progreso humano-social es el verdaderamente importante y a su servicio debe estar el progreso (o avance) científico-técnico. Y si debido a la evolución científico-técnica quedan fragilizadas, o en peligro, la evolución y el desarrollo humano-social, el primero no es aceptable, porque no cumple su principal requisito: servir a las personas y la sociedad.
Progreso y desarrollo: orígenes ideológicos comunes
El origen y expansión de la idea de progreso tiene lugar más o menos simultáneamente con la consolidación de la revolución industrial y el auge del proceso productivo, lo que posteriormente se llamaría desarrollo económico. Progreso y desarrollo son ideales y objetivos afirmados en el mundo occidental desde la primera mitad del siglo XIX y que evolucionan llevados por el triunfo del capitalismo, primero en Gran Bretaña y luego en el continente. De todas formas, el término desarrollo no se empleará, con su significado económico, hasta ya entrado el siglo XX y se considera que fue el economista austro-norteamericano Joseph Schumpeter (1883-1950) el primero en utilizarlo en su obra Theory of Economic Development (1934). Antes que el de desarrollo se emplearon varios términos que, aunque se vinculaban más a la idea de progreso, prefiguraban el nuevo concepto, que resultaría finalmente el utilizado más comúnmente: se trata de civilización, evolución, riqueza y crecimiento.
Habría que esperar al periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial para que el desarrollo se constituyera en un concepto funcional de uso común: esto tiene como punto de partida el primer discurso del presidente norteamericano Harry Truman, en enero de 1949, en el que aludió a que la mayor parte del mundo estaba subdesarrollada, consagrando así el desarrollo como principal objetivo económico del mundo; este consistiría en un crecimiento económico incesante y en la acumulación de capital, con todos los efectos positivos y negativos que conocemos: crecimiento sin límites, competencia sin piedad, desigualdades sociales, saqueo de la naturaleza… A partir de ese momento, el proceso económico llamado desarrollo se ha caracterizado casi con más nitidez por su anverso, el subdesarrollo, que no solamente caracteriza a más amplias áreas del planeta y mucha más población, sino que genera diferencias socioeconómicas incesantes.
Debe quedar claro que esta configuración de la idea de desarrollo como crecimiento económico ilimitado es un típico producto del mundo occidental, que no se da en otros ámbitos culturales que no comparten el empeño en explotar la naturaleza como medio habitual de supervivencia: animistas, budistas, hinduistas… lo que apunta a inmensos espacios humanos en África, Asia y también América Latina. También conviene tener en cuenta que dentro del propio entorno occidental ha ido creciendo en las últimas décadas un movimiento de crítica al concepto y la práctica del desarrollo como resultado, sobre todo, de la crisis ecológica. Serge Latouche critica, en su obra Sobrevivir al desarrollo, todas las variaciones de ese desarrollo, sea cual sea su adjetivo: desarrollo social, desarrollo humano, desarrollo local, desarrollo alternativo y -el más criticado de todos- desarrollo sostenible.
En relación con el concepto y la definición de desarrollo económico llama la atención la confusión con que se suelen expresar los términos y componentes que se relacionan con él. Para comprobar esto baste considerar una definición cualquiera, concretamente la que ofrece Wikipedia, la enciclopedia libre: desarrollo económico es la capacidad de los países o las regiones de crear riqueza con el fin de promover y mantener la prosperidad o bienestar económico y social de sus habitantes; definición en la que hemos subrayado esos otros tres conceptos a los que, indebidamente, se les relaciona con el concepto principal, ya que son distintos y tienen contenido propio. De ahí la importancia de distinguir entre los numerosos conceptos que usualmente aparecen vinculados en la información o el tratamiento de la idea de desarrollo, que son al menos estos:
- Crecimiento económico. Es el primero de estos conceptos, y viene a ser la versión, digamos, más burda y cuantitativa del proceso que se entiende comúnmente por desarrollo económico. La idea de crecimiento está relacionada con un proceso de evolución a largo plazo durante el que se produce un incremento de las dimensiones más características de la economía: expansión del trabajo, del capital, del comercio, del consumo… El crecimiento se suele medir por el indicador del producto nacional/interior bruto (PNB, PIB), que es el valor monetario total alcanzado durante un año por todas las contribuciones a la producción de las diversas actividades de la economía nacional; da una idea de globalidad y de valoración bruta, y no tiene en cuenta si estas actividades son socialmente positivas o negativas. Muy próximo a esos conceptos de crecimiento y de producto nacional es el de renta nacional bruta (RNB), que es la suma de todas las remuneraciones (rentas) generadas en el proceso productivo: salarios, intereses, dividendos, siendo muy utilizado el indicador por habitante, es decir, lo que conocemos como renta per cápita.
- Riqueza. Todas las descripciones de este concepto se refieren a existencias materiales: objetos, mercancías y derechos al disfrute de la propiedad colectiva. Al referirse al valor monetario de los activos que poseen los agentes económicos en un momento dado, esta riqueza se constituye en stock. Como es lógico, cuanto mayor sea el stock existente o acumulado mayor será la posibilidad de una economía concreta de desarrollarse o de crecer. Parte importante es la riqueza humana, que consiste en las ganancias potenciales de los individuos y está relacionada con el capital humano.
- Nivel de vida. Este concepto se refiere generalmente a la cantidad de bienes y servicios que consume normalmente una persona con una renta dada. Se suele utilizar la renta monetaria para indicar este nivel: a más renta monetaria de un individuo más nivel de vida se le suele atribuir. De todas formas, el nivel de vida ha de tener en cuenta el movimiento de los precios en general y también el de los servicios básicos como la educación, la sanidad, las condiciones de trabajo, las oportunidades de ocio, etc.
- Bienestar. Esta definición depende del criterio que se adopte: puede ser un conjunto de percepciones subjetivas de un grupo humano o la valoración que haga un experto sobre ciertas variables que se consideren indicativas; en todo caso el bienestar se relaciona con la distribución, es decir el reparto de la riqueza entre la población, y por ello suele plantear que ha de distribuirse para aumentar un nivel de bienestar dado. El criterio más utilizado en la valoración del bienestar es el de la opulencia, que a su vez se relaciona con la distribución de la renta familiar en un país, o incluso por el reparto del PNB. Y el famoso estado del bienestar se refiere, precisamente, a una situación de considerable equilibrio entre los ciudadanos.
- Calidad de vida. Se ha utilizado como sinónimo de bienestar, y también se lo relaciona con la idea de satisfacción general. La progresiva implantación de este concepto ha estado relacionada con el incremento de la toma de conciencia acerca de las consecuencias no deseadas (o negativas) del desarrollo económico, y singularmente del problema ambiental. En relación con el concepto de nivel de vida, el de calidad de vida surge como mucho más pluridisciplinar, es decir, relacionado con la situación de la población, el estatus social, la movilidad, el empleo, las condiciones de trabajo, la renta y su distribución, la situación de los servicios, la participación pública… variables que, en definitiva, nos remiten a la idea de calidad en las condiciones de vida.
- Prosperidad. Es un concepto que suele utilizarse en un entorno técnico: se trata de la fase del ciclo económico en la que todos los indicadores presentan signos de máxima bonanza; en este sentido, es una etapa de recuperación tras una crisis, se superpone al auge económico y puede ir seguida por la siguiente recesión… Este concepto suele asemejarse al de bienestar, aunque hay diferencias: la prosperidad remite a un sentimiento o a una percepción, más que a una realidad objetiva y mensurable. De ahí que este concepto tenga más que ver con la psicología y la sociología que con la economía.