Mitos Griegos: El Olimpo, Dioses y la Épica Aventura de los Argonautas
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El Olimpo
En las religiones, los dioses habitan en el cielo. Los griegos los localizan en la cumbre de su montaña más elevada, el Olimpo, rodeada por las nubes. Por encima de esas nubes reina un perpetuo clima primaveral, en una atmósfera más límpida y distinta del aire que respiramos los mortales. Allí tiene cada uno de los Olímpicos su palacio de mármol. En el centro, Zeus y Hera. Por encima de ese palacio se eleva el risco más alto de la montaña, lugar favorito de Zeus para retirarse a meditar.
La Familia Olímpica
Los dioses del Olimpo conforman una extensa familia estrechamente emparentada. Al frente, Zeus, que, más que como un rey, actúa como un padre. Zeus es el más poderoso de los dioses. Pero su poder no es del todo absoluto, sino más parecido al de un monarca feudal. Hay doce dioses más importantes que los demás, llamados los Olímpicos. Pero entre ellos hay diferencias de poder.
Por debajo de los doce Olímpicos hay todo un conjunto de divinidades menores a su servicio. Hebe (diosa de la Juventud) actúa como sirvienta de su madre Hera y se encarga de servir el néctar en los banquetes divinos; las Cárites tienen a su cuidado el preparar la mesa del festín. En el Olimpo hay también un médico: Peán; dos mensajeros: Hermes e Iris; y unas porteras, las Horas, que cierran la entrada al Olimpo con una nube.
Las Costumbres de los Dioses
Esta sociedad tiene sus normas y sus costumbres. La ocupación fundamental de los dioses es el banquete, pues los dioses han nacido para disfrutar de todos los placeres. El banquete dura todo el día, desde la mañana a la noche, y en él se consumen los alimentos divinos, el néctar y la ambrosía, fuente de la inmortalidad. Solo al caer la noche, cada dios se retira a descansar.
Cuando los dioses toman decisiones, se reúnen en asamblea, de forma bastante democrática. Zeus actúa como moderador y juez, y es quien tiene la última palabra. Es frecuente que entre ellos se griten, se amenacen, se insulten o se mientan. Para determinadas cuestiones existe un protocolo que hay que seguir: el ritual de súplica.
El Viaje de los Argonautas
Jasón era el príncipe heredero del reino de Yolco. Pero su padre había sido destronado por el malvado rey Pelias, tío de Jasón. Para mantener alejado del reino al incómodo héroe, Pelias lo envió a realizar una empresa muy peligrosa: Jasón debía ir en busca del fabuloso Vellocino de Oro.
Jasón encargó la construcción de una nave, la Argo, y convocó a los más famosos héroes de su generación. Acudieron cincuenta, entre los cuales se encontraban Orfeo, los Dióscuros, Telamón y otros muchos héroes. Solo fueron excluidos Hércules (dada su enorme corpulencia, pesaba demasiado) y Atalanta (al ser la única mujer, su presencia en la nave podría causar problemas). A los cincuenta aventureros se les llamó Argonautas.
El primer problema que se les presentaba a Jasón y los Argonautas era la localización del Vellocino, pues nadie en Grecia había oído hablar aún de la Cólquide. Los Argonautas arribaron a la costa de Tracia, donde reinaba el adivino Fineo. Como había revelado demasiados secretos divinos a los mortales, Fineo sufría un terrible castigo: cada vez que se disponía a comer, llegaban las dos Harpías (monstruos con cabeza de mujer y cuerpo, garras y alas de buitre) y defecaban sobre sus alimentos, con lo cual Fineo estaba a punto de morir de hambre. Los Argonautas se ofrecieron a librarle del tormento de las Harpías si Fineo les decía cómo llegar hasta el Vellocino. El adivino les indicó la ruta que debían seguir y les previno sobre el paso de las Simplégades, y a cambio dos de los Argonautas, que eran hijos de Bóreas (el viento del Norte) y tenían alas, persiguieron a las Harpías hasta que estas murieron de cansancio.
La entrada al estrecho de los Dardanelos estaba cerrada en aquellos tiempos míticos por dos enormes rocas azules, las Simplégades, que chocaban entre sí y aplastaban a cuantas embarcaciones se atreviesen a cruzarlas. Fineo había aconsejado a los Argonautas que, antes de atravesarlas, debían soltar una paloma, pues lo mismo que le ocurriese a la paloma les sucedería a ellos. Así lo hicieron. La paloma consiguió pasar y solo perdió, al entrechocar las rocas, unas cuantas plumas de su cola. Entonces la nave Argo se aventuró a cruzar y tampoco sufrió más daño que la pérdida del espolón de popa. Las Simplégades quedaron ya para siempre fijas.
Así quedó libre la entrada al Mar Negro, que los griegos pronto co...