El médico a palos: La comedia de la salud secuestrada
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Personajes
Don Jerónimo, Bartolo, Doña Paula, Martina, Leandro, Ginés, Andrea, Lucas.
Acto Primero
Escena Primera
Bartolo, Martina
Bartolo. ¡Válgate Dios, y qué durillo está este tronco! El hacha se mella toda, y él no se parte... (Corta leña de un árbol inmediato al foro; deja después el hacha arrimada al tronco, se adelanta hacia el proscenio, siéntase en un peñasco, saca piedra y eslabón, enciende un cigarro y se pone a fumar.) ¡Mucho trabajo es éste!... Y como hoy aprieta el calor, me fatigo y me rindo y no puedo más... Dejémoslo y será lo mejor, que ahí se quedará para cuando vuelva. Ahora vendrá bien un rato de descanso y un cigarrillo, que esta triste vida otro la ha de heredar... Allí viene mi mujer. ¿Qué traerá de bueno?
Martina. (Sale por el lado derecho del teatro.) Holgazán, ¿qué haces ahí sentado, fumando sin trabajar? ¿Sabes que tienes que acabar de partir esa leña y llevarla al lugar, y ya es cerca de mediodía?
Bartolo. Anda, que si no es hoy será mañana.
Martina. Mira qué respuesta.
Bartolo. Perdóname, mujer. Estoy cansado, y me senté un rato a fumar un cigarro.
Martina. ¡Y que yo aguante a un marido tan poltrón y desidioso! Levántate y trabaja.
Bartolo. Poco a poco, mujer; si acabo de sentarme.
Martina. Levántate.
Bartolo. Ahora no quiero, dulce esposa.
Martina. ¡Hombre sin vergüenza, sin atender a sus obligaciones! ¡Desdichada de mí!
Bartolo. ¡Ay, qué trabajo es tener mujer! Bien dice Séneca, que la mejor es peor que un demonio.
Martina. Miren qué hombre tan hábil, para traer autoridades de Séneca.
Bartolo. ¿Si soy hábil? A ver, a ver, búscame un leñador que sepa lo que yo, ni que haya servido seis años a un médico latino, ni que haya estudiado el quis vel qui, quae, quod vel quid, y más adelante, como yo lo estudié.
Martina. Mal haya la hora en que me casé contigo.
Bartolo. Y maldito sea el pícaro escribano que anduvo en ello.
Martina. Haragán, borracho.
Bartolo. Esposa, vamos, poco a poco.
Martina. Yo te haré cumplir con tu obligación.
Bartolo. Mira, mujer, que me vas enfadando. (Se levanta desperezándose, encamínase hacia el foro, coge un palo del suelo y vuelve.)
Martina. Y ¿qué cuidado me da a mí, insolente?
Bartolo. Mira que te he de cascar, Martina.
Martina. Cuba de vino.
Bartolo. Mira que te he de solfear las espaldas.
Martina. Infame.
Bartolo. Mira que te he de romper la cabeza.
Martina. ¿A mí? Bribón, tunante, canalla. ¿A mí?
Bartolo. (Dando de palos a Martina.) ¿Sí? Pues toma.
Martina. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Bartolo. Este es el único medio de que calles... Vaya, hagamos la paz. Dame esa mano.
Martina. ¿Después de haberme puesto así?
Bartolo. ¿No quieres? Si eso no ha sido nada. Vamos.
Martina. No quiero.
Bartolo. Vamos, hijita.
Martina. No quiero, no.
Bartolo. Mal hayan mis manos, que han sido causa de enfadar a mi esposa... Vaya, ven, dame un abrazo. (Tira el palo a un lado y la abraza).
Martina. ¡Si reventaras!
Bartolo. Vaya, si se muere por mí la pobrecita... Perdóname, hija mía. Entre dos que se quieren, diez o doce garrotazos más o menos no valen nada... Voy hacia el barranquitero, que ya tengo allí una porción de raíces; haré una carguilla y mañana, con la burra, la llevaremos a Miraflores. (Hace que se va y vuelve). Oyes, y dentro de poco hay feria en Buitrago; si voy allá, y tengo dinero, y me acuerdo, y me quieres mucho, te he de comprar una peineta de concha con sus piedras azules. (Toma el hacha y unas alforjas, y se va por el monte adelante. Martina se queda retirada a un lado, hablando entre sí).
Martina. Anda, que tú me las pagarás... Verdad es que una mujer siempre tiene en su mano el modo de vengarse de su marido; pero es un castigo muy delicado para este bribón, y yo quisiera otro que él sintiera más, aunque a mí no me agradase tanto.
Escena Segunda
Martina, Ginés, Lucas. (Salen por la izquierda).
Lucas. Vaya..., que los dos hemos tomado una buena comisión... Yo no sé todavía qué regalo tendremos por este trabajo.
Ginés. ¿Qué quieres, amigo Lucas? Es fuerza obedecer a nuestro amo; además que la salud de su hija a todos nos interesa... Es una señorita tan afable, tan alegre, tan guapa... Vaya, todo se lo merece.
Lucas. Pero, hombre, fuerte cosa es que los médicos que han venido a visitarla no hayan descubierto su enfermedad.
Ginés. Su enfermedad bien a la vista está; el remedio es el que necesitamos.
Martina. (Aparte). Que yo no pueda imaginar alguna invención para vengarme. (Hasta que repara en los dos y les hace cortesía). Pues ello es preciso, que los golpes que acaba de darme los tengo en el corazón. No puedo olvidarlos... Pero, señores, perdonen ustedes, que no los había visto porque estaba distraída.
Lucas. ¿Vamos bien por aquí a Miraflores?
Martina. Sí, señor. (Señalando adentro por el lado derecho). ¿Ve usted aquellas tapias caídas junto a aquél noguerón? Pues todo derecho.
Ginés. ¿No hay allí un famoso médico que ha sido médico de una vizcondesita, y catedrático, y examinador, y es académico, y todas las enfermedades las cura en griego?
Martina. ¡Ay!, sí, señor. Curaba en griego; pero hace dos días que se ha muerto en español, y ya está el pobrecito debajo la tierra.
Ginés. ¿Qué dice usted?
Martina. Lo que usted oye. ¿Y para quién le iban ustedes a buscar?
Lucas. Para una señorita que vive ahí cerca, en esa casa de campo junto al río.
Martina. ¡Ah!, sí. La hija de don Jerónimo. ¡Válgate Dios! ¿Pues qué tiene?
Lucas. ¿Qué sé yo? Un mal que nadie le entiende, del cual ha venido a perder el habla.
Martina. ¡Qué lástima! Pues... (Aparte, con expresión de complacencia). ¡Ay, qué idea se me ocurre! Pues, mire usted, aquí tenemos al hombre más sabio del mundo, que hace prodigios en esos males desesperados.
Ginés. ¿De veras?
Martina. Sí, señor.
Lucas. Y ¿en dónde le podemos encontrar?
Martina. Cortando leña en ese monte.
Ginés. Estará entreteniéndose en buscar algunas yerbas salutíferas.
Martina. No, señor. Es un hombre extravagante y lunático, va vestido como un pobre patán, hace empeño en parecer ignorante y rústico, y no quiere manifestar el talento maravilloso que Dios le dio.
Ginés. Cierto que es cosa admirable, que todos los grandes hombres hayan de tener siempre algún ramo de locura mezclada con su ciencia.
Martina. La manía de este hombre es la más particular que se ha visto. No confesará su capacidad a menos que no le muelan el cuerpo a palos; y así les aviso a ustedes que si no lo hacen no conseguirán su intento. Si le ven que está obstinado en negar, tome cada uno un buen garrote, y zurra, que él confesará. Nosotros, cuando lo necesitamos, nos valemos de esta industria, y siempre nos ha salido bien.
Ginés. ¡Qué extraña locura!
Lucas. ¿Habráse visto hombre más original?
Ginés. Y ¿cómo se llama?
Martina. Don Bartolo. Fácilmente le conocerán ustedes. Él es un hombre de corta estatura, morenillo, de mediana edad, ojos azules, nariz larga, vestido de paño burdo con un sombrerillo redondo.
Lucas. No se me despintará, no.
Ginés. Y ¿ese hombre hace unas curas tan difíciles?
Martina. ¿Curas dice usted? Milagros se pueden llamar. Habrá dos meses que murió en Lozoya una pobre mujer; ya iban a enterrarla y quiso Dios que este hombre estuviese por casualidad en una calle por donde pasaba el entierro. Se acercó, examinó a la difunta, sacó una redomita del bolsillo, le echó en la boca una gota de yo no sé qué, y la muerta se levantó tan alegre cantando el frondoso.
Ginés. ¿Es posible?
Martina. Como que yo le vi. Mire usted, aún no hace tres semanas que un chico de unos doce años se cayó de la torre de Miraflores, se le troncharon las piernas, y la cabeza se le quedó hecha una plasta. Pues, señor, llamaron a don Bartolo; él no quería ir allá, pero mediante una buena paliza lograron que fuese. Sacó un cierto ungüento que llevaba en un pucherete, y con una pluma le fue untando, untando al pobre muchacho, hasta que al cabo de un rato se puso en pie y se fue corriendo a jugar a la rayuela con los otros chicos.
Lucas. Pues ese hombre es el que necesitamos nosotros. Vamos a buscarle.
Martina. Pero, sobre todo, acuérdense ustedes de la advertencia de los garrotazos.
Ginés. Ya, ya estamos en eso.
Martina. Allí, debajo de aquel árbol, hallarán ustedes cuantas estacas necesiten.
Lucas. ¿Sí? Voy por un par de ellas. (Coge el palo que dejó en el suelo Bartolo, va hacia el foro y coge otro, vuelve y se le da a Ginés).
Ginés. ¡Fuerte cosa es que haya de ser preciso valerse de este medio!
Martina. Y si no, todo será inútil. (Hace que se va y vuelve). ¡Ah!, otra cosa. Cuiden ustedes de que no se les escape, porque corre como un gamo; y si les coge a ustedes la delantera no le vuelven a ver en su vida. (Mirando hacia dentro, a la parte del foro). Pero me parece que viene. Sí, aquél es. Yo me voy, háblenle ustedes, y si no quiere hacer bondad, menudito en él. Adiós, señores.
Escena Tercera
Ginés, Lucas
Lucas. Fortuna ha sido haber hallado a esta mujer. Pero, ¿no ves qué traza de médico aquélla? (Los dos miran hacia el foro).
Ginés. Ya lo veo... Mira, retirémonos uno a un lado y otro a otro para que no se nos pueda escapar. Hemos de tratarle con la mayor cortesía del mundo. ¿Lo entiendes?
Lucas. Sí.
Ginés. Y sólo en el caso de que absolutamente sea preciso...
Lucas. Bien..., entonces me haces una seña y le ponemos como nuevo.
Ginés. Pues apartémonos, que ya llega. (Ocúltanse a los dos lados del teatro).
Escena Cuarta
Ginés, Lucas; Bartolo (sale del monte con el hacha y las alforjas al hombro, cantando; siéntase en el suelo en medio del teatro y saca de las alforjas una bota).
Bartolo. En el alcázar de Venus, junto al dios de los planetas, en la gran Constantinopla, allá en la casa de Meca, donde el gran sultán baja, imperio de tantas fuerzas, aquel Alcorán que todos le pagan tributo en perlas; rey de setenta y tres reyes, de siete imperios... (Bebe). De siete imperios cabeza; este tal tiene una hija que es del imperio heredera. (Vuelve a beber, va a poner la bota al lado por donde sale Lucas, el cual le hace con el sombrero en la mano una cortesía. Bartolo, sospechando que es para quitarle la bota, va a ponerla al otro lado a tiempo que sale Ginés haciendo lo mismo que Lucas. Bartolo pone la bota entre las piernas, y la tapa con las alforjas). Arre allá, diablo. ¿Qué buscará este animal? Lo primero esconderé la bota... ¡Calle! Otro zángano. ¿Qué demonios es esto? En todo caso la guardaremos y la arroparemos; porque no tienen cara de hacer cosa buena.
Ginés. ¿Es usted un caballero que se llama el señor don Bartolo?
Bartolo. ¿Y qué?
Ginés. ¿Que si se llama usted don Bartolo?
Bartolo. No y sí, conforme lo que ustedes quieran.
Ginés. Queremos hacerle a usted cuantos obsequios sean posibles.
Bartolo. Si es así, yo me llamo don Bartolo. (Quítase el sombrero y le deja a un lado).
Lucas. Pues con toda cortesía...
Ginés. Y con la mayor reverencia...
Lucas. Con todo cariño, suavidad y dulzura...
Ginés. Y con todo respeto y con la veneración más humilde...
Bartolo. (Aparte). Parecen arlequines, que todo se les vuelve cortesías y movimientos.
Ginés. Pues, señor, venimos a implorar su auxilio de usted para una cosa muy importante.
Bartolo. ¿Y qué pretenden ustedes? Vamos, que si es cosa que dependa de mí, haré lo que pueda...
Ginés. Favor que usted nos hace... Pero cúbrase usted, que el sol le incomodará.
Lucas. Vaya, señor, cúbrase usted.
Bartolo. Vaya, señores, ya estoy cubierto... (Pónese el sombrero, y los otros también). ¿Y ahora?
Ginés. No extrañe usted que vengamos en su busca. Los hombres eminentes siempre son buscados y solicitados, y como nosotros nos hallamos noticiosos del sobresaliente talento de usted, y de su...
Bartolo. Es verdad, como que soy el hombre que se conoce para cortar leña.
Lucas. Señor...
Bartolo. Si ha de ser de encina, no la daré menos de a dos reales la carga.
Ginés. Ahora no tratamos de eso.
Bartolo. La de pino la daré más barata. La de raíces, mire usted...
Ginés. ¡Oh!, señor, eso es burlarse.
Lucas. Suplico a usted que hable de otro modo.
Bartolo. Hombre, yo no sé otra manera de hablar. Pues me parece que bien claro me explico.
Ginés. ¡Un sujeto como usted ha de ocuparse en ejercicios tan groseros! Un hombre tan sabio, tan insigne médico, ¿no ha de comunicar al mundo los talentos de que le ha dotado la naturaleza?
Bartolo. ¿Quién, yo?
Ginés. Usted, no hay que negarlo.
Bartolo. Usted será el médico y toda su generación, que yo en mi vida lo he sido. (Aparte). Borrachos están.
Lucas. ¿Para qué es excusarse? Nosotros lo sabemos y se acabó.
Bartolo. Pero, en suma, ¿quién soy yo?
Ginés. ¿Quién? Un gran médico.
Bartolo. ¡Qué disparate! (Aparte). ¿No digo que están bebidos?
Ginés. Conque vamos, no hay que negarlo, que no venimos de chanza.
Bartolo. Vengan ustedes como vengan, yo no soy médico ni lo he pensado jamás.
Lucas. Al cabo me parece que será necesario... (Mirando a Ginés). ¿Eh?
Ginés. Yo creo que sí.
Lucas. En fin, amigo don Bartolo, no es ya tiempo de disimular.
Ginés. Mire usted que se lo decimos por su bien.
Lucas. Confiese usted con mil demonios que es médico, y acabemos.
Bartolo. (Impaciente). ¡Yo rabio!
Ginés. ¿Para qué es fingir si todo el mundo lo sabe?
Bartolo. Pues digo a ustedes que no soy médico. (Se levanta, quiere irse, ellos lo estorban y se le acercan disponiéndose para apalearle).
Ginés. ¿No?
Bartolo. No, señor.
Lucas. ¿Conque no?
Bartolo. El diablo me lleve si entiendo palabra de medicina.
Ginés. Pues, amigo, con su buena licencia de usted, tendremos que valernos del remedio consabido... Lucas.
Lucas. Ya, ya.
Bartolo. ¿Y qué remedio dice usted?
Lucas. Este. (Danle de palos, cogiéndole siempre las vueltas para que no se escape).
Bartolo. ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!... (Quitándose el sombrero). Basta, que yo soy médico, y todo lo que ustedes quieran.
Ginés. Pues bien, ¿para qué nos obliga usted a esta violencia?
Lucas. ¿Para qué es darnos el trabajo de derrengarle a garrotazos?
Bartolo. El trabajo es para mí, que los llevo... Pero, señores, vamos claros: ¿qué es esto?; ¿es una humorada, o están ustedes locos?
Lucas. ¿Aún no confiesa usted que es doctor en medicina?
Bartolo. No, señor, no lo soy; ya está dicho.
Ginés. ¿Conque no es usted médico?... Lucas.
Lucas. ¿Conque no, eh? (Vuelven a darle de palos).
Bartolo. ¡Ay, ay! ¡Pobre de mí! (Pónese de rodillas; juntando las manos en ademán de súplica). Sí que soy médico. Sí, señor.
Lucas. ¿De veras?
Bartolo. Sí, señor, y cirujano de estuche, y saludador, y albéitar, y sepulturero, y todo cuanto hay que ser.
Ginés. Me alegro de verle a usted tan razonable. (Levántanle cariñosamente entre los dos).
Lucas. Ahora sí que parece usted hombre de juicio.
Bartolo. (Aparte). ¡Maldita sea vuestra alma! ... ¿Si seré yo médico y no habré reparado en ello?
Ginés. No hay que arrepentirse. A usted se le pagará muy bien su asistencia y quedará contento.
Bartolo. Pero, hablando ahora en paz, ¿es cierto que soy médico?
Ginés. Certísimo.
Bartolo. ¿Seguro?
Ginés. Sin duda ninguna.
Bartolo. Pues lléveme el diablo si yo sabía tal cosa.
Ginés. ¿Pues cómo, siendo el profesor más sobresaliente que se conoce?
Bartolo. (Riéndose). ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!
Ginés. Un médico que ha curado no sé cuántas enfermedades mortales.
Bartolo. (Con ironía). ¡Válgame Dios!
Lucas. Una mujer que estaba ya enterrada...
Ginés. Un muchacho que cayó de una torre y se hizo la cabeza una tortilla...
Bartolo. ¿También le curé?
Lucas. También.
Ginés. Conque buen ánimo, señor doctor. Se trata de asistir a una señorita muy rica que vive en esa quinta cerca del molino. Usted estará allí comido y bebido y regalado como cuerpo de rey, y le traerán en palmitas.
Bartolo. ¿Me traerán en palmitas?
Lucas. Sí, señor, y acabada la curación le darán a usted qué sé yo cuánto dinero.
Bartolo. Pues, señor, vamos allá. ¿En palmitas y qué sé yo cuánto dinero?... Vamos allá.
Ginés. Recógele todos esos muebles, y vamos.
Bartolo. No, poco a poco. (Lucas recoge las alforjas y el hacha. Bartolo le quita la bota y se la guarda debajo del brazo). La bota conmigo.
Ginés. Pero, señor, ¡un doctor en medicina con bota!
Bartolo. No importa; venga... Me darán bien de comer y de beber... (Apartándose a un lado, medita y habla entre sí. Después con ellos). La pulsaré, la recetaré algo... La mato seguramente... Si no quiero ser médico me volverán a sacudir el bulto; y si lo soy me le sacudirán también... Pero díganme ustedes: ¿les parece que este traje rústico será propio de un hombre tan sapientísimo como yo?
Ginés. No hay que afligirse. Antes de presentarle a usted le vestiremos con mucha decencia.
Bartolo. (Aparte). Si a lo menos pudiese acordarme de aquellos textos, de aquellas palabrotas que les decía mi amo a los enfermos... saldría del apuro.
Ginés. Mira que se quiere escapar.
Lucas. Señor don Bartolo, ¿qué hacemos?
Bartolo. (Aparte). Aquel libro de vocabulorum, que llevaba el chico al aula, ¡aquél sí que era bueno.
Ginés. Vaya, basta de meditación.
Lucas. ¿Será cosa de que otra vez...? (En ademán de volverle a dar).
Bartolo. ¡Qué!, no, señor. Sino que estaba pensando en el plan curativo... ¡Pobrecito Bartolo! Vamos. (Los dos le cogen en medio, y se van con él por la izquierda del teatro).
Acto Segundo
Escena Primera
Don Jerónimo, Lucas, Ginés, Andrea
Don Jerónimo. Conque decís que es tan hábil?
Lucas. Cuantos hemos visto hasta ahora no sirven para descalzarle.
Ginés. Hace curas maravillosas.
Lucas. Resucita muertos.
Ginés. Sólo que es algo estrambótico y lunático y amigo de burlarse de todo el mundo.
Don Jerónimo. Me dejáis aturdido con esa relación. Ya tengo impaciencia de verle. Ve por él, Ginés.
Lucas. Vistiéndose quedaba. Toma la llave y no te apartes de él. (Le da una llave a Ginés, el cual se va por la puerta del lado derecho).
Don Jerónimo. Que venga, que venga presto.
Escena Segunda
Don Jerónimo, Andrea, Lucas
Andrea. ¡Ay, señor amo! Que aunque el médico sea un pozo de ciencia, me parece a mí que no haremos nada.
Don Jerónimo. ¿Por qué?
Andrea. Porque doña Paulita no ha menester médicos, sino marido, marido: eso la conviene, lo demás es andarse por las ramas. ¿Le parece a usted que ha de curarse con ruibarbo, y jalapa, y tinturas, y cocimientos, y potingues, y porquerías, que no sé cómo no ha perdido ya el estómago? No, señor, con un buen marido sanará perfectamente.
Lucas. Vamos, calla, no hables tonterías.
Don Jerónimo. La chica no piensa en eso. Es todavía muy niña.
Andrea. ¡Niña! Sí, cásela usted y verá si es niña.
Don Jerónimo. Más adelante no digo que...
Andrea. Boda, boda, y aflojar el dote, y...
Don Jerónimo. ¿Quieres callar, habladora?
Andrea. (Aparte). Allí le duele... Y despedir médicos y boticarios, y tirar todas esas pócimas y brebajes por la ventana, y llamar al novio, que ése la pondrá buena.
Don Jerónimo. ¿A qué novio, bachillera impertinente? ¿En dónde está ese novio?
Andrea. ¡Qué presto se le olvidan a usted las cosas! Pues qué, ¿no sabe usted que Leandro la quiere, que la adora y ella le corresponde?
Don Jerónimo. La fortuna del tal Leandro está en que no le conozco, porque desde que tenía ocho o diez años no le he vuelto a ver; ... Y ya sé que anda por aquí acechando y rondándome la casa; pero como yo le llegue a pillar... Bien que lo mejor será escribir a su tío para que le recoja y se le lleve a Buitrago y allí se le tenga. ¡Leandro! Buen matrimonio, por cierto. ¡Con un mancebito que acaba de salir de la universidad, muy atestada de Vinios la cabeza y sin un cuarto en el bolsillo!
Andrea. Su tío, que es muy rico, que es muy amigo de usted, que quiere mucho a su sobrino y que no tiene otro heredero suplirá esa falta. Con el dote que usted dará a su hija y con lo que...
Don Jerónimo. Vete al instante de aquí, lengua de demonio.
Andrea. (Aparte). Allí le duele.
Don Jerónimo. Vete.
Andrea. Ya me iré, señor.
Don Jerónimo. Vete, que no te puedo sufrir.
Lucas. ¡Que siempre has de dar en eso, Andrea! Calla y no desazones al amo, mujer; calla, que el amo no necesita tus consejos para hacer lo que quiera. No te metas nunca en cuidados ajenos, que al fin y al cabo el señor es el padre de su hija, y su hija es su hija, y su padre es el señor; no tiene remedio.
Don Jerónimo. Dice bien tu marido, que eres muy entremetida.
Lucas. El médico viene.
Escena Tercera
Bartolo, Ginés; Don Jerónimo, Lucas, Andrea
(Salen por la derecha Ginés y Bartolo, éste vestido con casaca antigua, sombrero de tres picos y bastón).
Ginés. Aquí tiene usted, señor don Jerónimo, al estupendo médico, al doctor infalible, al pasmo del mundo.
Don Jerónimo. Me alegro mucho de ver a usted y de conocerle, señor doctor. (Se hacen cortesía uno a otro con el sombrero en la mano).
Bartolo. Hipócrates dice que los dos nos cubramos.
Don Jerónimo. ¿Hipócrates lo dice?
Bartolo. Sí, señor.
Don Jerónimo. ¿Y en qué capítulo?
Bartolo. En el capítulo de los sombreros.
Don Jerónimo. Pues si lo dice Hipócrates, será preciso obedecer. (Los dos se ponen el sombrero).
Bartolo. Pues como digo, señor médico, habiendo sabido...
Don Jerónimo. ¿Con quién habla usted?
Bartolo. Con usted.
Don Jerónimo. ¿Conmigo? Yo no soy médico.
Bartolo. ¿No?
Don Jerónimo. No, señor.
Bartolo. ¿No? Pues ahora verás lo que te pasa. (Arremete hacia él con el bastón levantado en ademán de darle de palos. Huye Don Jerónimo, los criados se ponen de por medio y detienen a Bartolo).
Don Jerónimo. ¿Qué hace usted, hombre?
Bartolo. Yo te haré que seas médico a palos, que así se gradúan en esta tierra.
Don Jerónimo. Detenedle vosotros. ¿Qué loco me habéis traído aquí?
Ginés. ¿No le dije a usted que era muy chancero?
Don Jerónimo. Sí, pero que vaya a los infiernos con esas chanzas.
Lucas. No le dé a usted cuidado. Si lo hace por reír.
Ginés. Mire usted, señor facultativo, este caballero que está presente es nuestro amo y padre de la señorita que usted ha de curar.
Bartolo. ¿El señor es su padre? ¡Oh!, perdone usted, señor padre, esta libertad que...
Don Jerónimo. Soy de usted.
Bartolo. Yo siento...
Don Jerónimo. No, no ha sido nada... (Aparte). ¡Maldita sea tu casta!... Pues, señor, vamos al asunto. (Saca la caja, se la presenta a Bartolo y él toma un polvo con afectada gravedad). Yo tengo una hija muy mala...
Bartolo. Muchos padres se quejan de lo mismo.
Don Jerónimo. Quiero decir que está enferma.
Bartolo. Ya, enferma.
Don Jerónimo. Sí, señor.
Bartolo. Me alegro mucho.
Don Jerónimo. ¿Cómo?
Bartolo. Digo que me alegro de que su hija de usted necesite de mi ciencia, y ojalá que usted y toda su familia estuviesen a las puertas de la muerte, para emplearme en su asistencia y alivio.
Don Jerónimo. Viva usted mil años, que yo le estimo su buen deseo.
Bartolo. Hablo ingenuamente.
Don Jerónimo. Ya lo conozco.
Bartolo. ¿Y cómo se llama su niña de usted?
Don Jerónimo. Paulita.
Bartolo. ¡Paulita! ¡Lindo nombre para curarse!... Y esta doncella, ¿quién es?
Don Jerónimo. Esta doncella es mujer de aquél. (Señalando a Lucas).
Bartolo. ¡Oiga!
Don Jerónimo. Sí, señor... Voy a hacer que salga aquí la chica para que usted la vea.
Andrea. Durmiendo quedaba.
Don Jerónimo. No importa, la despertaremos. Ven, Ginés.
Ginés. Allá voy. (Vanse los dos por la izquierda).
Escena Cuarta
Bartolo, Andrea, Lucas
Bartolo. (Acercándose a Andrea con ademanes y gestos expresivos). ¿Conque usted es mujer de ese mocito?
Andrea. Para servir a usted.
BARTOLO. ¡Y qué frescota es! ¡Y qué...! Regocijo da el verla...¡ Hermosa boca tiene!... ¡Ay, qué dientes tan blancos, tan iguales, y qué risa tan graciosa!... ¡ Pues los ojos! En mi vida he visto un par de ojos más habladores ni más traviesos. LUCAS. (Aparte. ¡Habrá demonio de hombre! ¡Pues no la está requebrando el maldito!...) Vaya, señor doctor, mude usted de conversación, porque no me gustan esas flores. ¿Delante de mí se pone usted a decir arrumacos a mi mujer? Yo no sé
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cómo no cojo un garrote y le... (Mirando por el teatro si hay algún palo. BARTOLO se detiene.) BARTOLO. Hombre, por Dios, ten caridad. ¿Cuántas veces me han de examinar de médico? LUCAS. Pues cuenta con ella. ANDREA. Yo reviento de risa. (Encaminándose a recibir a D.a PAULA, que sale por la puerta de la izquierda con D. JERÓNIMO y GINÉS.)
ESCENA QUINTA
DON JERÓNIMO, DOÑA PAULA, GINÉS, LUCAS, BARTOLO, ANDREA
D. JERÓNIMO. Anímate, hija mía, que yo confío en la sabiduría portentosa de este señor, que brevemente recobrarás tu salud. Esta es la niña, señor doctor. Hola, arrimad sillas. (Traen sillas los criados. D.a PAULA se sienta en una poltrona entre BARTOLO y su padre. Los criados detrás, de pie.) BARTOLO. ¿Conque ésta es su hija de usted? D. JERÓNIMO. No tengo otra, y si se me llegara a morir me volvería loco. BARTOLO. Ya se guardará muy bien. ¿Pues qué, no hay más que morirse sin licencia del médico? No, señor, no se morirá... Vean ustedes aquí una enferma que tiene un semblante capaz de hacer perder la chaveta al hombre más tétrico del mundo. Yo, con todos mis aforismos, le aseguro a usted... ¡ Bonita cara tiene! D.a PAULA. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!
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D. JERÓNIMO. Vaya, gracias a Dios que ríe la pobrecita. BARTOLO. ¡Bueno! ¡Gran señal! ¡Gran señal! Cuando el médico hace reír a las enfermas es linda cosa... Y bien, ¿qué le duele a usted? D.a PAULA. Ba, ba, ba. BARTOLO. ¿Eh? ¿Qué dice usted? D.a PAULA. Ba, ba, ba. BARTOLO. Ba, ba, ba, ba. ¿Qué diantre de lengua es ésa? Yo no entiendo palabra. D. JERÓNIMO. Pues ese es su mal. Ha venido a quedarse muda sin que se pueda saber la causa. Vea usted qué desconsuelo para mí. BARTOLO. ¡Qué bobería! Al contrario, una mujer que no habla es un tesoro. La mía no padece esta enfermedad, y si la tuviese, yo me guardaría muy bien de curarla. D. JERÓNIMO. A pesar de eso yo le suplico a usted que aplique todo su esmero a fin de aliviarla y quitarla ese impedimento. BARTOLO. Se la aliviará, se le quitará; pierda usted cuidado. Pero es curación que no se hace así como quiera. ¿Come bien? D. JERÓNIMO. Sí, señor, con bastante apetito. BARTOLO. Malo!... ¿Duerme? ANDREA. Sí, señor; unas ocho o nueve horas suele dormir regularmente. BARTOLO. ¡Malo!... ¿Y la cabeza, la duele? D. JERÓNIMO. Ya se lo hemos preguntado varias veces; dice que no. BARTOLO. ¿No? ¡Malo!... Venga el pulso... Pues, amigo, este pulso indica... ¡Claro !, está claro. D. JERÓNIMO. ¿Qué indica? BARTOLO. Que su hija de usted tiene secuestrada la facultad de hablar. D. JERÓNIMO. ¿Secuestrada? BARTOLO. Sí, por cierto; pero buen ánimo, ya lo he dicho : curará.
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D. JERÓNIMO. Pero, ¿ de qué ha podido proceder este accidente? BARTOLO. Este accidente ha podido proceder y procede (según la más recibida opinión de los autores), de habérsela interrumpido a mi señora doña Paulita el uso expedito de la lengua. D. JERÓNIMO. Este hombre es un prodigio. LUCAS. ¿No se lo dijimos a usted? ANDREA. Pues a mí me parece un macho. LUCAS. Calla. D. JERÓNIMO. Y en fin, ¿qué piensa usted que se puede hacer? BARTOLO. Se puede y se debe hacer... El pulso... (Tomando el pulso a D.a PAULITA.) Aristóteles en sus protocolos, habló de este caso con mucho acierto. D. JERÓNIMO. ¿Y qué dijo? BARTOLO. Cosas divinas... La otra... (Le toma d pulso en la otra mano, y le observa la lengua) A ver la lengüecita... ¡Ay, qué monería!... Dijo... ¿ Entiende usted el latín? D. JERÓNIMO. No, señor, ni una palabra: BARTOLO. No importa. Dijo: Bonus bona bonum, uncias duas, mascula sunt maribus, honora medicum, acinax acinacis, est modus in rebus; amarylida silvas. Que quiere decir que esta falta de coagulación en la lengua la causan ciertos humores que nosotros llamamos humores... acres, proclives, espontáneos y corrumpentes. Porque como los vapores que se elevan de la región... ¿Están ustedes? ANDREA. Sí, señor, aquí estamos todos. BARTOLO. De la región lumbar, pasando desde el lado izquierdo, donde está el hígado, al derecho, en que está el corazón, ocupan todo el duodeno y parte del cráneo: de aquí es, según la doctrina de
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Ausías March y de Calepino (aunque yo llevo la contraria), que la malignidad de dichos vapores... ¿Me explico? D. JERÓNIMO. Sí, señor, perfectamente. BARTOLO. Pues, como digo, supeditando dichos vapores las carúnculas y el epidermis, necesariamente impiden que el tímpano comunique al metacarpo los sucos gástricos. Doceo, doces, docere, docui, doctum, ars tonga, vita brevis; templum, templi; augusta vindelicorum et reliquía. ¿Qué tal? ¿He dicho algo? D. JERÓNIMO. Cuanto hay que decir. GINÉS. Es mucho hombre éste. D. JERÓNIMO. Sólo he notado una equivocación en lo que... BARTOLO. ¿Equivocación? No puede ser. Yo nunca me equivoco. D. JERÓNIMO. Creo que dijo usted que el corazón está al lado derecho y el hígado al izquierdo; y en verdad que es todo lo contrario. BARTOLO. ¡Hombre ignorantísimo sobre toda la ignorancia de los ignorantes! ¿Ahora me sale usted con esas vejeces? Sí, señor, antiguamente así sucedía, pero ya lo hemos arreglado de otra manera. D. JERÓNIMO. Perdone usted, si en esto he podido ofenderle. BARTOLO. Ya está usted perdonado. Usted no sabe latín, y por consiguiente está dispensado de tener sentido común. D. JERÓNIMO. ¿Y qué le parece a usted que deberemos hacer con la enferma? BARTOLO. Primeramente harán ustedes que se acueste, luego se le darán unas buenas friegas..., bien que eso yo mismo lo haré..., y
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después tomará de media en media hora una gran sopa en vino. ANDREA. ¡Qué disparate! D. JERÓNIMO. ¿Y para qué es buena la sopa en vino? BARTOLO. ¡Ay, amigo, y qué falta le hace a usted un poco de ortografía! La sopa en vino es buena para hacerla hablar. Porque en el pan y en el vino, empapado el uno en el otro, hay una virtud simpática, que simpatiza y absorbe el tejido celular y la pía mater, y hace hablar a los mudos. D. JERÓNIMO. Pues no lo sabía. BARTOLO. Si usted no sabe nada. D. JERÓNIMO. Es verdad que no he estudiado, ni... BARTOLO. ¿Pues no ha visto usted, pobre hombre, no ha visto usted cómo a los loros los atracan de pan mojado en vino? D. JERÓNIMO. Sí, señor. BARTOLO. ¿Y no hablan los loros? Pues para que hablen se les da, y para que hable se lo daremos también a doña Paulita, y dentro de poco hablará más que siete papagayos. D. JERÓNIMO. Algún ángel le ha traído a usted a mi casa, señor doctor... Vamos, hijita, que ya querrás descansar... Al instante vuelvo, señor don... ¿Cómo es su gracia de usted? BARTOLO. Don Bartolo. D. JERÓNIMO. Pues así que la deje acostada seré con usted, señor don Bartolo... (Se levantan los tres). Ayuda aquí, Andrea... Despacito. BARTOLO. Taparla bien, no se resfríe. Adiós, señorita. D.a PAULA. Ba, ba, ba, ba.
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D. JERÓNIMO. (Hace que se va acompañando a D.a PAULA, y vuelve a hablar aparte con LUCAS.) Lucas, ve al instante y adereza el cuarto del señor; bien limpio todo, una buena cama, la colcha verde, la jarra con agua, la aljofaina, la toalla, en fin, que no falte cosa alguna... ¿Estás? LUCAS. (Marchándose por la puerta de la derecha). Sí, señor. D. JERÓNIMO. Vamos, hija mía (Vanse D. JERÓNIMO, D.a PAULA, ANDREA y GINES por la puerta de la izquierda. ) BARTOLO. Yo sudo... En mi vida me he visto más apurado... ¡ si es imposible que esto pare en bien, imposible! Veré si ahora que todos andan por allá dentro puedo... Y si no mal estamos