Encuentro inesperado en la arboleda: Misterio y tensión en el campo
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Inquietud y búsqueda
Esa noche tardé en dormirme. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Mi viaje en bicicleta, mi encuentro con los hermanos, la charla de mamá y tía Clotilde, la visita a la casa de don Juan. Quise pasar velozmente sobre este recuerdo. Esa casa me daba horror. Y su dueño, sabiendo que estaba próximo a morir, me parecía sencillamente un espectro. Pero debo ser sincero. No tengo que escatimar recuerdos.
Subitamente afloró una idea. Yo, de veinticinco años, casado con una rica heredera. Creí ver un Rolls-Royce estacionado ante el Hotel Alvear de Buenos Aires. De él bajaba una mujer hermosa, posiblemente a Jean Harlow: tal vez con su mismo pelo platinado. Yo la esperaba vestido de esmoquin, en las puertas del hotel. Ridículo, absurdo. Apreté los ojos. En la oscuridad centellante lo que surgió fue el rostro de Isaela. Su intensa mirada, su pícara sonrisa. Abrí los ojos y miré alrededor. La confortable habitación en penumbras, la tranquilidad de las coquetas cortinas. ¿Yo sería capaz de casarme con una chica morochineta y provinciana?
Imaginé las opiniones de mis compañeros de escuela. No quise pensar en las palabras de mamá. Me indigné con todos. Me indigné contra mí mismo. A mi alrededor había misterio. A lo mejor había horror. Me aferré a eso como a una piedra. Es increíble. Hasta pude sentir cómo me tranquilizaba. Debería haber sentido miedo en vez de esa laxitud. Intenté pensar algo pero ya era imposible.
Encuentro en la arboleda
Me dormí.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, papá me dijo que tampoco ese día saldríamos de excursión. Tenía que atender unos asuntos con el tío Joaquín. Lo entendía perfectamente. Tampoco se me escapó su aire preocupado. Yo dije, pese a los ojos de mamá, que volvería a salir en bicicleta. Ya la noche anterior había mentido vagamente sobre mi paseo de la tarde. Mi padre me pidió que tuviera cuidado. Su confianza en mí me hacía sentir culpable. Casi sin pensarlo, le conté que había hecho amigos.
Mi padre me preguntó quiénes eran. Le dije que se trataba de dos hermanos que vivían en la villa. Rápidamente agregué que el padre de ambos trabajaba en el ingenio. Mamá empezó a decir algo. Mi padre la detuvo. Me dijo que le parecía bien que yo tuviera amigos, pero también sería bueno que los trajera hasta la casa del tío Joaquín.
-Siempre que el tío lo permita -murmuré yo. Ignoro con cuánta malicia hablé. Papá se quedó mirando. Luego me palmeó el hombro.
-A las doce y media quiero que estés aquí para almorzar -dijo y se puso de pie,
-Alberto... -dijo mamá, desolada.
Mi padre se inclinó y la besó en la mejilla. Tenía que ver al tío en su escritorio. Dijo que nunca había pensado trabajar en vacaciones.
-Y en definitiva, la que se queda sola soy yo -dijo mamá.
Un rato después yo pedaleaba por el camino de tierra, frente a las casas de los peones. El grupo de muchachos del día anterior seguía en la puerta del almacén. O tal vez fueran otros. No me importó. Pasé ante sus miradas, sin incidente. Mi amistad con Cachilo ya debía ser conocida. Y desde el día anterior yo sabía que eso era un respaldo.
Me detuve ante una casa de material con techo de chapas y golpeé las manos. Salió una anciana de andar muy lento. Con ambas manos sostenía una especie de fuente en la que se zarandeaba una melaza. Me cohibió su rostro lleno de arrugas y su batón descolorido. Apenas alcancé a saludarla. Cachilo se asomó detrás de ella.
-Estoy ayudando a mi abuela con el horno -dijo-
Anda a la arboleda y esperame.
Lo hice: el campo de alfalfa, el camino angosto y luego el frescor entre los árboles. Otra vez, al fondo, advertí que algo se movía.
-¡Isaela! -grité y dejé caer la bicicleta sobre el pasto.
Crucé de un salto el pequeño arroyo y me interné entre los árboles de atrás. Sin embargo, nada. Apenas el piar de pájaros sobre mi cabeza. Me detuve sonriente, mirando alrededor. La morochita jugaba a las escondidas. Avancé también yo, agazapado, de árbol en árbol, atento al menor movimiento. Pero nada se movió ante mi ojo. Desgraciada, pensé. Y me divertía. De modo que allí, quieto, conteniendo la respiración. Entonces, cuando con mucho cuidado me asomé a mirar, sentí que alguien me tomaba del brazo. Grité el nombre de Isaela antes de darme vuelta. Y cuando lo hice, me quedé helado.
Ante mí había un hombre de barba negra, pelo hirsuto y ojos alucinados.
-¿Qué haces aquí? -bramó