El Deseo de Dios en Simone Weil: Una Aproximación a la Espera y el Vaciamiento
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El Deseo de Dios en Simone Weil
Soledad Aravena
El catecismo de la Iglesia Católica parte de una premisa fundamental: el hombre es capaz de Dios y, al mismo tiempo, nos remite al deseo de Dios. Que el hombre sea capaz de Dios no significa otra cosa que el hombre sea capaz de una relación con Dios, que es en sí mismo pura relación (Padre-Hijo-Espíritu Santo). La capacidad del hombre para Dios acontece como un llamado, dice San Agustín: "Tú, oh Dios, nos existes, nos llamas para que el alabarte sea nuestro deleite y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti".
El deseo de Dios es movimiento causado por algo-alguien que atrae. No existe una capacidad innata que procure dicho movimiento; dicho de otra forma, el hombre no busca a Dios, sino Dios que busca al hombre, y por esto es gracia. No es una exigencia de Dios revelarse al hombre, y el hombre no tiene necesidad innata de revelación.
La Espera de Dios en Simone Weil
La novedad de Simone Weil para comprender este deseo se traduce en una espera de Dios. Espera que no es sinónimo de búsqueda, sino la completa apertura del hombre hacia un vacío total que lo haga exclamar junto con Jesús en la Cruz: "Padre, ¿por qué me has abandonado?". En el abandono total del hombre, este está capacitado para recibir a Dios, solo si Dios se le quiere revelar, pero, al mismo tiempo, quien no tiene a Dios en sí mismo no puede sentir su ausencia. Para Weil, Cristo es el silencio de Dios, puesto que Cristo en la desdicha gritando calla; si permanece fiel en el fondo de sus propios gritos, encontrará la perla del silencio de Dios. El silencio no es otra cosa más que pura obediencia: somos como plantas cuya única elección es colocarnos o no a la luz.
El Amor a Dios y la Belleza del Mundo
En su libro A la espera de Dios, nos señala que existen diversas formas de amor implícito a Dios, pero el amor no como un estado del alma, sino tan solo como una orientación que es posible porque nos antecede, porque ha penetrado antes en nosotros a través del mundo, a través de los otros. Aquí, en el mundo, recibimos la capacidad de amar a Dios, de desearlo y de representárnoslo con toda certeza como poseedor de una sustancia que es una alegría real, eterna, perfecta e infinita. A través de los velos de la carne, recibimos de lo alto suficientes presentimientos de eternidad para disipar todas las dudas que de ese punto puedan suscitarse, pero a nosotros no nos compete más que desear y esperar; esto es la gracia de no desobedecer. El resto es asunto de Dios y no nos concierne.
Dios trae la existencia de este universo consintiendo en no dominarlo, aunque podría hacerlo, dejando que en su lugar impere, por una parte, la necesidad mecánica asociada a la materia (incluida la materia psíquica del alma) y, por otra, la autonomía esencial de los procesos pensantes. Somos libres para dejarnos conducir por Dios hacia Él, quien nos atrae por medio del mundo. Así, podemos decir que la verdad es una sola, pero, como acto, se despliega por el universo entero en la extraña paradoja de estar en él sin identificarse con él, y por lo mismo nos llega a nosotros como potencia en la multiplicidad, en la diversidad de todo lo que el universo es, suscitando en nosotros la espera en todo el tránsito que recorre nuestra vida. El amor de Dios consiste en dar el ser y, al mismo tiempo, alejarse de él, manteniendo una distancia y dejando una pulsión mecánica hacia Él, pero al mismo tiempo libre.
Dice Weil que la belleza del mundo aparece cuando se reconoce la necesidad como sustancia del universo y la obediencia a un amor perfectamente sabio como sustancia de la necesidad. Este universo, del que somos tan solo un fragmento, no tiene otro ser que ser obediente. Desear a Dios es ser obediente, y la obediencia consiste en una espera.
La Atención como Requisito de la Obediencia
El requisito fundamental de la obediencia, del reconocimiento de esa presencia en el universo, es la atención, la misma que Jesucristo les ha pedido a sus apóstoles cuando los interpela por qué no son capaces de reconocer los signos y ver qué hay más allá de ellos. Estar atentos en cada momento, obligarse rigurosamente a mirar de frente, a contemplar con atención cada espacio de la vida. Weil nos pone un ejemplo muy concreto en su ensayo sobre el buen uso de los estudios escolares como medio para cultivar el amor a Dios: "La clave de una concepción cristiana de los estudios radica en que la oración está hecha de atención. La oración es la orientación hacia Dios de toda la atención que el alma es capaz. La calidad de la oración está, para muchos, en la calidad de la atención. La calidez del corazón no puede suplirla; solo la parte más elevada de la atención entra en contacto con Dios cuando la oración es lo bastante intensa y pura como para que el contacto se establezca; pero toda la atención debe estar orientada hacia Dios, no con un esfuerzo muscular de la pura voluntad, sino por el deseo de la inteligencia, deseo que se traduce en alegría y placer. La inteligencia no puede ser movida más que por el deseo. La inteligencia crece y proporciona sus frutos solamente en la alegría. La alegría de aprender es tan indispensable como la respiración para el atleta.". Así, estar atentos en las cosas más mínimas, como el estudio, es una oportunidad para ejercitar el corazón del hombre a la espera de Dios.
El Vaciamiento como Condición para el Deseo de Dios
Es esencial, dice Simone, que la mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella; por esto, los bienes más preciados no deben ser buscados, sino esperados. De ahí el requisito fundamental en la filosofía de Weil sea el vaciamiento.
Aceptar el vacío en sí mismo es sobrenatural. Se pregunta Simone: "¿Dónde hallar la energía para un acto sin contrapartida?". La energía ha de venir de otra parte; sin embargo, primero ha de producirse un desgarro, algo de índole desesperada. Primero ha de producirse un vacío, vacío; noche oscura. Es necesario una representación del mundo donde exista un vacío con el fin de que el mundo tenga necesidad de Dios. Se desea a Dios cuando el hombre es capaz de un vacío completo de sí mismo; se desea la belleza cuando somos capaces de desprendernos de todo lo que nos parezca bello con el único fin de desear la belleza completa y plena; de ahí que el deseo más sublime de belleza para el hombre sea la encarnación. Por eso hay que despegarse de todo lo que nos parezca bello, bueno, solo con el fin de desearlo en grado sumo; quien se aferra a algo irremediablemente termina renunciando a otra cosa.
La insoslayable necesidad del vaciamiento estriba en que podemos transformar el deseo en apropiación del objeto deseado. Así, el gran pecado del hombre y de las religiones ha sido apropiarse del objeto del deseo y transformar la verdad-Dios en un derecho propio para el hombre, en donde la línea divisoria entre Dios como otro y el hombre como dios se estrecha a tal punto que ya no se espera nada.
La Oración como Súplica de la Presencia Divina
Por esto, el cristianismo no puede ser una religión, sino la liberación total de ellas para el despliegue del hombre en el universo entero. En este despliegue, el hombre, reconociendo la belleza del mundo, está entonces capacitado para decir: "Señor, si existes, ven". De ahí que la oración más sublime del cristianismo sea: "Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino…". Esta oración es una súplica del hombre para que Dios se haga presente. Para Simone Weil, la religión consiste tan solo en una mirada. Una mirada atenta. Y la esperanza en que, si pedimos pan, no se nos dará piedras.
El evangelio cristiano, para Weil, no consiste en anunciar a Dios, sino en enseñar a los otros a pedir que, si existe, acontezca. Cristo nos enseñó a pedirle al Padre, a pedir su presencia.
El deseo de Dios consiste en la liberación total de los bienes puramente fácticos.