El auge del socialismo: respuesta a la explotación capitalista del siglo XIX

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Introducción

El desarrollo del capitalismo, con las transformaciones económicas y sociales que implica, originó la formación de grandes masas de trabajadores al servicio de la industria que vivían en condiciones miserables y de explotación. Esto produjo tensiones, diferencias y conflictos con la burguesía, tanto por las difíciles condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera, como por el desigual reparto de la riqueza y los beneficios económicos que el capitalismo creaba. Espoleados por este contraste asimétrico, durante la primera mitad del siglo XIX se inició un amplio movimiento crítico del sistema capitalista-liberal, que deseaba anteponer los intereses de la sociedad a los del individuo o clase, y dar una organización justa y equitativa a la sociedad contemporánea. Esta oposición se manifestó en un doble plano: por un lado, teóricos que elaboraron una nueva teoría social, el socialismo (socialismo utópico y socialismo científico); y, por otro lado, el proletariado que tomó conciencia de su situación como clase social y se organizó para luchar contra la explotación capitalista a través de movimientos y colectivos obreros de tipo sindical y político.

El término socialismo apareció casi simultáneamente en Francia e Inglaterra entre 1830 y 1840, aunque en esa época tenía un sentido bastante vago y diversos significados. El precedente de las doctrinas socialistas se sitúa en el Manifiesto de los Iguales de Babeuf (1795-96), quien orquestó la "Conspiración de los Iguales" contra el gobierno francés del Directorio en 1796, donde se aprecian las primeras manifestaciones de ideas socialistas. Los orígenes revolucionarios del socialismo hicieron que, para muchos, el proyecto socialista no fuera sino una continuación y desarrollo de la lucha por la democracia. El socialismo tiene una visión de una nueva sociedad industrial organizada sobre bases más colectivistas, comunitarias e igualitarias.

La condición del proletariado

En Francia, la jornada de trabajo para los obreros de las manufacturas era, en general, de 15 a 15 horas y media diarias. En las fábricas de Inglaterra el promedio era similar, con jornadas de 14 horas, e incluso se superaba esta franja en algunos casos. El descanso se reducía a media jornada semanal, normalmente los domingos.

Los asalariados industriales, en familias donde trabajaban tanto el hombre como la mujer, llegaban a obtener con dificultad 477 francos anuales. Según los datos establecidos por el Barón de Morogues en 1832, los gastos para mantener en los niveles más básicos a una familia de 4 integrantes ascendían a 860 francos anuales. Es decir, era necesario el trabajo de sus descendientes (130 francos anuales por cada niño o niña entre 8 y 12 años) para alcanzar unos ingresos de poco más de 740 francos anuales. Según este autor, las familias que reunían unas ganancias por debajo de 760 francos anuales vivían en la miseria. Esta cifra de 860 francos era incluso insuficiente para las familias obreras de las regiones industriales del norte.

Estos sueldos ínfimos solo alcanzaban para consumir productos alimenticios básicos. La carne era un bien preciado que raramente aparecía en la dieta del proletariado. La consecuencia de una monodieta era la aparición de enfermedades como el raquitismo, deficiencias en el crecimiento o una mayor exposición a contraer enfermedades.

Cualquier imprevisto que se producía en la vida familiar (enfermedades, encarecimiento de la vivienda y los comestibles) era imposible de afrontar. Según Achille Pénot (1832), “la mayor parte de los obreros ve morir a sus hijos con indiferencia y a veces alegría”.

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