La revolución liberal (1833-1843)

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La decisión de Fernando VII de suceder su trono a su hija, Isabel II, ocasiónó la división de nuestro país en dos: carlistas e isabelinos (liberales). Los carlistas proclamaron rey al infante Carlos Mª Isidro. El carlismo supónía una defensa de todo lo que hasta ahora había comportado el Antiguo Régimen. Bajo el lema “Dios, Patria, Fueros” se agrupan los defensores de la legitimidad dinástica de don Carlos. Los carlistas no contaron inicialmente con un ejército propio, sino que dispónían de partidas que se dispusieron por todo el territorio, más concretamente en Navarra y País Vasco. La causa isabelina contó con el apoyo de una parte de la alta nobleza y de los funcionarios, así como de un sector de la jerarquía eclesiástica. La guerra se dirigíó en dos fases. La primera etapa (1833-1835) triunfó el movimiento en el norte, pero no pudieron conquistar ciudades importantes como Bilbao. En la segunda fase (1836-1840), los liberales consiguieron vencer a partir de la victoria del general Espartero. Las fuerzas carlistas intentaron triunfar en otras regiones, pero sin éxito. La constatación de la debilidad del carlismo propició discrepancias entre los transaccionistas, partidarios de alcanzar un acuerdo con los liberales, y los intransigentes. Finalmente, el general Maroto acordó la firma del Convenio de Vergara, que supónía el mantenimiento de los fueros vascos y navarros. 
El proceso de Revolución Liberal (1833-1843) La guerra carlista aceleró el proceso de revolución liberal en España. La regente Mª Cristina y su gabinete se proclamaron defensores del absolutismo que propónía algunas reformas ,Pero la presión de la insurrección carlista llevó a la regente, motivada por sus asesores, a buscar apoyos en los liberales. La primera propuesta de Francisco Martínez de la Rosa, el nuevo presidente del consejo de ministros, fue la promulgación de un Estatuto Real (que no era ni una constitución ni una carta otorgada). A pesar de todo, estas reformas eran insuficientes para una buena parte del liberalismo. Ante la situación, Mª Cristina llamó a formar gobierno al progresista
Mendizábal, que organizó un ejército para acabar con el carlismo y decretó la desamortización de bienes del clero. Los progresistas asumieron la tarea de desmantelar las instituciones del Antiguo Régimen e implantar un sistema liberal. Una de sus primeras actuaciones fue la llamada reforma agraria liberal (1837), que incluía la disolución del régimen señorial, la desvinculación y la desamortización). Por último, una serie de medidas encaminadas al libre funcionamiento del mercado completaron la liberalización de la economía El gobierno progresista convocó unas Cortes extraordinarias para redactar un texto constitucional que adaptase el de 1812 a los nuevos tiempos. El documento fue breve y establecía la soberanía nacional, la división de poderes y la aconfesionalidad del Estado y amplios derechos ciudadanos. También establecíó dos cámaras representativas: Congreso y Senado, y concedía algunos poderes al monarca. Por otro lado, Constitución reconocíó el compromiso de financiación del culto católico. Otras leyes importantes fueron: la Ley de Imprenta y la Ley Electoral. A partir de ese momento se establece un primer sistema de partidos, sobre la base de los partidos, moderado y progresista, aunque con una fuerte intromisión de los militares. Tras las elecciones de 1837, ganan los moderados, restringiendo las reformas llevadas a cabo por los progresistas. El movimiento insurrecional llevó a María Cristina a dimitir, antes de dar su apoyo a éstos. Entonces, los sectores más afines dieron su apoyo a Espartero para asumir el cargo de regente. Su regencia tuvo un fuerte carácter autoritario, de manera que se aisló cada vez más del entorno progresista y perdíó la popularidad que lo llevó al poder. Ello produjo una fuerte división en el progresismo, que fue aprovechado por los moderados. Espartero abandonó la regencia en 1843 y las Cortes adelantaron la mayoría de edad de Isabel II, proclamándola reina a los trece años. Consecuencias El nuevo gobierno unionista liderado por O’Donnell intentó un equilibrio político combinando los ideales moderados y progresistas. De este modo, esta etapa vino marcada por un momento de esplendor económico debido a la burbuja de las acciones ferroviarias. Se intentó revitalizar el parlamentarismo, sin marginar a la oposición, es decir, aunque las elecciones estaban amañadas, siempre fijaban una minoría opositora en el Congreso. Una de las actuaciones más relevantes del gobierno fue su política exterior activa, que buscaba recuperar el prestigio internacional, entre otros. De este modo, se llevaron a cabo tres campañas: la expedición a Indochina, la intervención en México y las campañas militares de Marruecos. Las dos primeras fueron un fracaso, pero en la última, la Corona consiguió algunos territorios y sobresalíó el general Prim en el último conflicto bélico. Sin embargo, los unionistas fueron incapaces de mantener la estabilidad política y O’Donnell presentó su dimisión; la reina entregó el poder a los moderados. Los años comprendidos entre 1863 y 1868 supusieron una vuelta de Narváez y la reposición de los principios del moderantismo, aunque sin apoyos. Éstos impusieron de nuevo la fórmula autoritaria, volviendo de nuevo las insurrecciones progresistas junto con los demócratas, como la protagonizada en 1866, ante su marginación en las Cortes. La situación del gobierno empeoró a raíz de la crisis de subsistencias iniciadas en 1966, que provocó el aumento de los precios y el descontento popular

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